La actriz francesa Pascale Petit en la Playa de Poniente, en Benidorm, en 1965.
«En la España católica de los 50, el despegue turístico de ciudades como Benidorm no solo atrajo veraneantes sino nuevas costumbres de otros países. Las mujeres del norte de Europa lucían bikinis para escándalo de muchos. Una multa a una turista inglesa por vestir la prenda precipitó que Benidorm se convirtiera en la primera ciudad española en legalizar el bikini».
Así arrancaba el interesante artículo de B. García titulado «60 años en bikini por Benidorm», publicado el 1 de mayo de 2012 en el diario digital de Alicante informacion.es, y que no fue si no el primero de una más que recomendable serie de artículos sobre el bikini y sus consecuencias en la intransigente España de los 50, con los que se quería celebrar el 60.º aniversario de su llegada a nuestro país. En este primero…
La familia Ojeda Artiles, Premio Nacional de Natalidad de 1969. Labor Ministry
Hay que ver lo que son las cosas. Aún a cuestas con un resacón de la posguerra, que había sido demasiado larga y demasiado dura, con una emigración galopante que obligó a miles de españoles a cruzar nuestras fronteras en busca de una vida mejor, con un creciente éxodo rural y con una situación social y económica francamente escuálida todavía, a partir de 1956, y hasta 1974, en nuestro país se produjo una estruendosa explosión demográfica, de no demasiado fácil comprensión.
Fue lo que se acabó conociendo tanto en España como en el resto de Europa como «baby-boom», resultado del cual son hoy muchos los españoles que tienen entre 45 y 65 años, lo que significa que, por primera vez en nuestra historia, hay más personas mayores de 65 años que menores de 14. Y es que, como…
En lo que a series animadas de TV se refiere, estaba claro que, allá por los años 60, los más pequeños éramos fans incondicionales de «Don Gato», «Popeye el Marino», «Lindo Pulgoso», «Los osos montañeses», «Tom y Jerry», «Magila el Gorila», «Los Supersónicos», «La Hormiga Atómica», «El Pájaro Loco», «El Oso Yogui», «Scooby Doo»… y, por supuesto, de las aventuras de todos los personajes de los «Looney Tunes», y seguramente de alguna que otra que ahora mismo no recuerdo. Y todas ellas siguieron gustándonos aunque fuéramos cumpliendo años y, poco a poco, dejáramos de ser «los más pequeños».
Hace pocos días, tuve el placer de volver a viajar al sur, pero no a mi tierra, que siempre echo de menos, sino a la hermosísima película de Víctor Erice, que hacía demasiado tiempo que no veía, y que el tiempo no ha congelado, como, para sorpresa mía, pude comprobar de primera mano.
En ese feliz reencuentro con «El Sur» (1983), disfruté de nuevo con las sutiles imágenes de Erice, llenas de una emotiva simpleza, que te atrapan desde el primer plano y ya no te sueltan hasta los títulos de crédito finales. Por supuesto, también con la conmovedora historia de Adelaida García Morales, cargada de momentos inolvidables y sin la cual la película no hubiera sido posible; con la preciosa fotografía de José Luis Alcaine, heredero directo del impagable Luis Cuadrado, dueño y señor de la luz en «El espíritu de la colmena»; con la música que subraya toda…
Después de ver la última edición del llamado Festival de la Canción de Eurovisión, o sea, Eurovisión, a secas, me levanté muy ufano dispuesto a hacer una crítica constructiva del espectáculo que mis ojos y mis oídos habían podido ver y oír a trompicones, que fue como una etapa de los Dolomitas en el Giro de Italia, y, por ende, a vanagloriar los viejos tiempos en los que fue un certamen en el que la música y las buenas canciones eran las protagonistas, mientras que el esperpento quedaba para otras ocasiones. Así que, ordenador en mano, me he apresté con firme devoción a recordar a Gigliola Cinquetti, Udo Jürgens, Sandie Shaw, France Gall, Frida Boccara, ABBA, Celine Dion… y tantos otros ganadores más de Eurovisión, sin olvidar, por supuesto, a Massiel y a Salomé, nuestras insignes vencedoras de los festivales de 1968 y 1969.
Así que, mientras me documentaba convenientemente, no tuve mejor ocurrencia que poner ambiente al trámite escriturístico escuchando un completo recopilatorio de las canciones que ganaron el Festival desde 1956 hasta 2016, que se dice pronto. Y debo reconocer que, después de oír algunas de ellas, hasta se me saltaron las lágrimas y mi memoria sentimental se activó hasta límites insospechados, especialmente después de ver desfilar delante de mí a la adorable Gigliola Cinquetti y su «Non ho l’età»; a France Gall interpretando «Poupée de cire, poupée de son»; a la condesa descalza, es decir, Sandie Shaw, y su «Puppet on a String», e incluso a Izhar Cohen y Alphabeta que la liaron parda con su pegadiza «A-ba-ni-bi».
A lo sumo, y para que los fieles, o infieles, lectores de este blog no se queden en ascuas, les remito amablemente al artículo del diario «El País» titulado «Eurovisión, esa montaña de basura» que firmaba Fernando Navarro en 2018, en el que encontrarán razones suficientes para confirmar algunas de las cosas no dichas previamente.
Que esta crónica del Festival de Eurovisión 2018 les sea leve. ¡Ah!, y si empiezan a notar síntomas de locura emocional, por favor, no dejen de escuchar «Waterloo», la mágica canción con la que ABBA ganó el Festival de Eurovisión de 1974, y seguro que recobran su estado de cordura natural.
Por la presente, espero que te encuentres bien. Hacía mucho tiempo que quería ponerte unas letras, pero la verdad es que me daba bastante vergüenza. Pero ahora que ya tengo una edad, mi hija pequeña me ha convencido de que debía hacerlo. Al fin y al cabo, ¿qué podía perder, que no leyeras mi carta? Me daría pena, eso sí, pero también entendería que no lo hicieras, o que ni siquiera abrieras el sobre, pero me imagino la cantidad de cartas que debes de recibir todos los días, y seguro que no tienes tiempo para leerlas todas.
Nunca lo olvidaré. Corría el año 1961, y el 11 de mayo llegó el día que, en aquellos años, todos los niños esperaban con mayor ilusión: el de la «primera comunión». La verdad es que no se debía a un fervor religioso, sino más bien a que era el día en el que uno era el protagonista, el centro de atención de toda la familia, sin olvidar también todos los regalos que se recibían. Entre ellos, recuerdo con especial cariño un regalo típico de ese día: mi primer reloj, nada menos que un «Dogma».
Para celebrar la primera comunión, por supuesto, antes había que aprender bien el Catecismo e ir a clase de religión, donde te preparaban convenientemente para ese día. Otro gran momento era el de elegir el traje que había que llevar (suponiendo que la familia tuviese medios para comprarlo), y que nunca más volvía uno a ponerse…
Mi última novela, Aquellas maravillosas vacaciones (Avant Editorial), es una suerte de crónica costumbrista de la España de mediados de los años 60, narrada con un sutil tono de comedia. Una España aún en fase de desarrollo, como su principal protagonista, un preadolescente en plena evolución emocional y hormonal, para quien sus vacaciones solo o en compañía de su familia son el dispar escenario por el que discurre su impetuoso tránsito de la edad de la inocencia a la de la incipiente madurez. Una aventura íntima narrada en primera persona, que nos va conduciendo por lugares, personajes y situaciones de una España variopinta a la que todavía le cuesta cruzar los Pirineos.
De qué va
El 1 de agosto de un año cualquiera, Francisco encuentra casualmente un viejo álbum familiar de fotos. Después de pasar unas cuantas páginas, comienzan a agolparse en su cabeza cientos de imágenes que lo trasladan a algunas de «aquellas maravillosas vacaciones» de verano que pasaba solo o en compañía de otros, y que fueron el escenario por el que discurrió su impetuoso tránsito de la edad de la inocencia a la de la incipiente madurez. Apegado a ese álbum familiar, comienza a sentir la necesidad de dejar constancia escrita de todos esos recuerdos emocionales, no sea que se desvanezcan y ya no se acuerde de cómo fueron esos momentos que jamás debió olvidar.
Valoraciones
«Una novela entrañable y emotiva, a la par que muy divertida. Combina los recuerdos y las reflexiones acerca de un mundo que va quedando cada vez más lejano, junto a chascarrillos y comentarios jocosos e inteligentes con los que el lector va a sentirse identificado. Destaca también la habilidad narrativa y el dominio léxico. Se trata de una de esas obras que enganchan desde la primera de sus líneas y cuesta trabajo dejar de leer. Es una novela que se disfruta y se lee con placer. Un libro muy indicado para un público amplio y diverso».
José Bravo, Terra Ignota Ediciones
«Una novela escrita desde el corazón, que deja un buen sabor de boca tras su lectura. No solo cuenta las peripecias de una familia durante unos cuantos veranos, sus incidentes y dramas familiares, sino que también habla del hecho de crecer y hacerse mayor y, de paso, retrata la sociedad española de una época. Obra dirigida a un público, tanto femenino como masculino, en un amplio abanico de edades: para los jóvenes por su mensaje, mientras que para quienes ya han vivido muchos veranos a lo largo de su vida supondrá una lectura tierna y nostálgica al recordar una época y rememorar sus vivencias personales en aquellos años».
Desde casi los inicios del cine sonoro, en el cine español siempre habían tenido mucho éxito las películas musicales, protagonizadas además por grandes estrellas de la canción de la época, como Imperio Argentina, Estrellita Castro, Concha Piquer, Antonio Molina, Lola Flores y Manolo Caracol, entre otros, y en las que la copla, el cuplé, la zarzuela y el flamenco ocupaban un lugar privilegiado.
Esta moda, que triunfó especialmente en los años 30 y 40, continúo manteniéndose décadas después, pero poco a poco a ella se fueron sumando otros «actores» que parecían atraer a un público más joven. Fue el caso, por ejemplo, de las estrellas infantiles y juveniles, como Marisol, Joselito, Rocío Dúrcal y Pili y Mili, que, a partir de finales la década de los 50, de algún modo fueron renovando ese cine musical «hecho en casa» que tanto seguía gustando.
La llegada de la Semana Santa se recibía con entusiasmo por los más pequeños y, por supuesto, con recogimiento y devoción por los mayores. Para los primeros eran días de vacaciones y, por si fuera poco, en casa no solían faltar torrijas, pestiños, buñuelos o huevos de Pascua, que realmente estaban para chuparse los dedos.
Además, la festividad no empezaba nada mal, con ese luminoso Domingo de Ramos que llenaba las puertas de las iglesias de ramas de olivo y de palmas, muchas de las cuales luego decoraban los balcones de las casas, y la multitudinaria procesión de la Borriquilla. Pero lo realmente trascendente comenzaba el lunes de Pasión. Ese día, todo cambiaba por completo, como si de pronto se apagaran las luces y se hiciera de noche. De hecho, en la radio solo había música clásica y…
Mi nueva novela ya está haciendo el equipaje para salir de viaje en apenas unos días, así que, si te apetece pasar una divertidas y maravillosas vacaciones, ya puede ir preparando todo lo que necesites llevarte…
Los cromos eran, por decirlo de alguna forma, nuestra «moneda de cambio». Es decir, servían para cambiar los repetidos en el colegio, durante el recreo o a la salida de clase, o en el barrio con los amigos, pero sobre todo eran materia imprescindible de intercambio a la hora de jugar a las canicas, al tacón, a la lima o al trompo, también conocido como peonza. Así, el que ganaba se llevaba los cromos de los demás y viceversa. De esa forma se podía ir completando la colección que se estuviera haciendo o simplemente presumir del taco de cromos que se tenía. Cuanto mayor era, más prestigio te daba a la hora de jugar, e igualmente viceversa.
Como tantas cosas en esta vida, lo de tener una hermana mayor tenía sus ventajas y sus desventajas. Por ejemplo, compartir, lo que se dice compartir, compartíamos pocas cosas: la familia, claro, alguna partida al parchís, la oca o el cinquillo los domingos por la tarde y casi todos sus libros de texto, que fui heredando durante todo el bachillerato. De lo demás, nada, ni siquiera el colegio porque, como era habitual entonces, ella iba uno de chicas y yo a uno de chicos.
Por supuesto, tampoco compartíamos juegos y amigos. A la hora de salir a jugar, ella se iba con sus amigas a saltar a la comba, a la goma, a jugar al diábolo o a la rayuela, mientras yo prefería jugar al futbolín, a las chapas, al tacón o a la peonza. Por supuesto, de tebeos ni hablamos: a mí me encantaban las aventuras del «Capitán Trueno», el «Jabato» y «Hazañas bélicas», y a ella las de «Florita», «Azucena» y «Mary Noticias. Y ni que decir tiene que en películas también teníamos nuestras discrepancias; o sea, si yo no me perdía una de Joselito, ella enloquecía con las de Marisol, hasta el punto de que no había momento del día en que no la escuchara entonar «La vida es una tómbola», «Chiquitina», «Ola, ola, ola» o «Corre, corre, caballito», lo que a veces me hizo pensar que con Marisol más que «un ángel», lo que había llegado era «un demonio». En realidad, por no compartir, no compartíamos ni mara de chicle. Sí, como lo digo: ella era de Bazooka de fresa y yo de Cosmos de regaliz. ¿Qué, a que es alucinante?
Fotograma de «Los chicos del Preu», con Karina en primer término
Seguro que alguien llegó a ver en su momento, o quién sabe si más recientemente, «Los chicos del Preu», la película de Pedro Lazaga que narra, como bien se resume en Wikipedia, «las inquietudes, problemas, amores, amistades, desencuentros y experiencias de un grupo de jóvenes que emprenden un nuevo curso escolar, el Preuniversitario, que les dará acceso a la Universidad y, por tanto, a la vida adulta. La trama está vista a través de los ojos de Andrés Martín (Emilio Gutiérrez Caba), un muchacho de Tomelloso [ya decía yo que, además de Plinio, conocía a alguien más de esta localidad manchega] que llega a Madrid con una beca y queda fascinado por la vida en la capital. Después, al percatarse del gran esfuerzo económico que deben hacer sus padres, decide ganar dinero descargando camiones en un mercado y compaginar…
El Real Madrid en la final de 1966 de la Copa de Europa ante el Partizán de Belgrado. Foto: Ron Kroon / Anefo
Tras cinco temporadas de sequía, el Real Madrid volvió a ganar la Copa de Europa con un equipo casi recién estrenado. Y es que, de la mano de Miguel Muñoz, el club había iniciado una progresiva renovación de la plantilla. Así, poco a poco se fueron incorporando caras nuevas, como las de Amancio y Zoco, y fichajes de relumbrón, como los de Sanchís, Pirri y Velázquez.
De ese modo se configuró un equipo joven, pero con mucho talento, que fue capaz de dar la sorpresa ganando su sexta Copa de Europa, tras derrotar al Partizán de Belgrado en la final, disputada, el 11 de mayo de 1966, en el Estadio Heysel de Bruselas. El 2-1 en el marcador, con goles de Amancio y Serena, puso un brillante…
Allá por 1959 se creó la DGT, o sea, la Dirección General de Tráfico, un organismo autónomo del entonces Ministerio de la Gobernación, y dentro de ella la Jefatura Central de Tráfico, encargada del buen control y vigilancia del tráfico rodado —de otro tipo de tráfico supongo que ya se encargarían otros— y, por descontado, de las necesarias sanciones que fuera menester imponer, según el grado de la infracción cometida.
Amén de cantantes nacionales y de habla inglesa (inclúyanse en este apartado básicamente británicos y estadounidenses), ya desde la década de los 50 a los españoles nos gustaban especialmente —la razón ya queda fuera de mi jurisdicción— los italianos (véase Peppino di Capri, Jimmy Fontana, Nicola Di Bari, Mina, Domenico Modugno, Bobby Solo, Rita Pavone, Gino Paoli, Gigliola Cinquetti, Pino Donaggio, Iva Zanicchi, Adriano Celentano, Paty Bravo y tantos otros). ¡Pero, ojo, porque si los italianos nos encantaban, los franceses —o digamos, los que cantaban en francés—nos enamoraban!
Tampoco tengo argumentos sólidos para explicarlo, pero lo cierto es que sus canciones, seguramente más melódicas y románticas, nos encandilaban, fuera cual fuese el sexo del receptor. Entre las chicas, por ejemplo, el que causaba auténtico furor era Salvatore Adamo, o mejor, Adamo, a secas, un cantante italo-belga al que le costó poco aterrizar en nuestro país y montar la de San…
No recuerdo haber visto una serie de TV más entretenida y desternillante que Superagente 86, aquella fantástica parodia de las películas de espías que empezó a emitirse en TVE en octubre de 1966. Ya la presentación de cada capítulo resultaba apoteósica, con esa interminable sucesión de puertas que se abrían y cerraban para dejar paso al protagonista, Maxwell Smart (Dom Adams), hasta llegar a una cabina telefónica.
Durante décadas, los espectadores españoles de cine y televisión pudieron disfrutar de un excepcional elenco de actores y actrices, la mayoría de ellos formados desde pequeños en alguna de aquellas compañías teatrales de repertorio que pululaban por toda la geografía española llevando a cualquier lugar, por pequeño que fuera, un poco de diversión, entretenimiento y algo también de melodrama, que igualmente era muy bien recibido. Solían ser parte de alguna saga familiar o bien cómicos de vocación temprana que, en cuanto veían la oportunidad, se subían a un escenario simplemente como figurantes o meritorios con aspiraciones, en el futuro, a llegar a ser primer actor/actriz, actor/actriz de carácter o cómico, primer galán, dama joven, característico/a o genérico o simplemente racionista o actor/actriz secundario, según edad, hechuras y dotes interpretativas.
«El 17 de enero de 1966 amaneció con cielo azul, mar picado y fuertes rachas de viento. El sol del invierno apenas calentaba el desierto de Almería. A las 9:22 horas de la mañana (hora Zulu, es decir, hora de Londres), cuatro aviones militares se divisan desde la pedanía de Palomares (Almería) como tantas otras veces desde el comienzo de la llamada Guerra Fría. Pero ese día algo era diferente…».
Con este tono casi de película de suspense «basada en hechos reales» arrancaba Miguel G. Corral su crónica sobre el ya célebre suceso acaecido en Palomares hace ya más de cincuenta años, publicada en el diario «El Mundo» el 15 de enero de 2016, y que casi siempre por esas fechas vuelve a rememorarse con todo lujo de detalles, conocidos y aún sin conocer. ¡Y no es para menos! Si no, que se lo digan a los tranquilos habitantes de…
Según parece, cuando, a partir de los años 40, comenzó a desatarse la «guerra fratricida» entre Galerías Preciados y El Corte Inglés, los dos grandes almacenes que entonces monopolizaban el comercio en algunas capitales, surgieron lo que se dio en llamar «las rebajas»; o sea, importantes descuentos de precios en la mayoría de los artículos, con el fin de atraer con atractivas ofertas a más compradores. Y así hasta hoy, o casi, que aún se ignoraba que, con el tiempo, también se instalarían los «días sin IVA», los «8 Días de Oro», el «Black Friday», el «Cyber Monday»… y tantos otros inventos comerciales cuyo único objetivo es vender, cueste lo que cueste.
La diferencia entonces es que las rebajas, tanto las de verano como las de invierno, eran todo un acontecimiento, que muchos aguardaban con impaciencia para realizar, durante el periodo que duraban, las compras que antes no podían hacerse…
Bien está que nos dejemos ya de tanta celebración navideña, y a la mayor urgencia posible nos centremos en este principio de año en lo realmente importante, o sea, en la lista de Reyes. Bueno, teniendo en cuenta que estamos en «El Retrovisor», me refiero a repasar aquella relación de juguetes que quizás alguna vez nos trajeron los Reyes o que, probablemente, pedimos en una ilusionante carta a Melchor, Gaspar o Baltasar, según las preferencias de cada cual, pero de los que nunca supimos su paradero. Pongamos por ejemplo…
[Consejos para pasar una Navidad «como Dios manda»]
A ver, seamos sinceros. No digo yo que hoy día no se celebre con entusiasmo la Navidad, pero habrá que convenir que nada comparable a como antes se vivía, con aquella ilusión, aquel fragor y aquel empeño por pasarlo bien, que irremediablemente hacía que fuera raro que alguien no disfrutara de ella más que de cualquier otro evento del año.
Para eso, lo más importante era que se cumplieran escrupulosamente todos los requisitos, no escritos en ningún sitio pero tácitamente aceptados, imprescindibles para mantener vivo el «espíritu navideño» del que estábamos impregnados, y para el que no había antídoto alguno. Tal vez sea un tanto arriesgado hacer un decálogo de las cosas imprescindibles para pasar la Navidad como Dios manda, pero peor sería no intentarlo. Por supuesto, como siempre, cada cual que añada o quite las que, con las mirada puesta en otro tiempo, crea que no necesitaba entonces para pasarlo «de rechupete».
Desde casi los inicios del cine sonoro, en el cine español siempre habían tenido mucho éxito las películas musicales, protagonizadas además por grandes estrellas de la canción de la época, como Imperio Argentina, Estrellita Castro, Concha Piquer, Antonio Molina, Lola Flores y Manolo Caracol, entre otros, y en las que la copla, el cuplé, la zarzuela y el flamenco ocupaban un lugar privilegiado.
Esta moda, que triunfó especialmente en los años 30 y 40, continúo manteniéndose décadas después, pero poco a poco a ella se fueron sumando otros «actores» que parecían atraer a un público más joven. Fue el caso, por ejemplo, de las estrellas infantiles y juveniles, como Marisol, Joselito, Rocío Dúrcal y Pili y Mili, que, a partir de finales la década de los 50, de algún modo fueron renovando ese cine musical «hecho en casa» que tanto seguía gustando.
No, no hablo de los íberos, aquellos habitantes que hace 3000 años llegaron de visita a la Península, Ibérica, claro, y se quedaron durante un largo tiempo para hacerles compañía a los celtas, que también habían decido hacer turismo rural en nuestro país, que aún estaba en periodo de formación.
Me refiero a aquel grupo musical que surgió a finales de los años 60 y que con un puñado de estupendas canciones se convirtió en uno de los mejores grupos españoles de la década, a la altura de Los Brincos o de Los Bravos, que ya es decir.
Suyos son temas que seguro que muchos aún recuerdan, o ya va siendo hora de que recuerden, como «Summertime Girl», su primer sencillo, «Las tres de la noche», mi indiscutible favorito, «Corto y ancho», «Nightime», «Hiding Behind my Smile», «Fantastic girl», «Back in time», el delicioso «Why Can’t We Be Friends», y muchos otros más.
Hasta 1973, año en que echaron el cierre a su corto pero intenso periodo de esplendor, grabaron un solo Lp, titulado «Los Iberos», para muchos críticos el mejor disco español de la década, prestaron su música a la celebrada película de Iván Zulueta «1, 2, 3, al escondite inglés», alcanzaron un buena cifra de ventas y su música se colmó de elogios y parabienes.
Pero, lamentablemente, para su desgracia y la de nuestros oídos, Los Iberos desaparecieron, después de su poco convincente acercamiento al flamenco rock y de algún discreto sencillo, que no tuvo demasiada repercusión. Lo increíble, a pesar de todo, es que sea un grupo que se recuerda poco cuando se hace memoria de la música española de los 60 y 70. Parece que, en ese sentido, la suerte no les acompañó demasiado, con lo alto que despuntaban y la fantástica música que hacían. En fin, seguramente cosas del destino.
El pequeño José Manuel López Bravo, en los años 60, subido en su bicicleta marca Orbea, en el Espolón de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja).
Si con la máquina del tiempo pudiéramos trasladar nuestras unidades móviles hasta los años 60, por ejemplo, y preguntarle a un niño o una niña cuál era aquel juguete que nunca tubo y con el que siempre soñó o el que más deseaba y, milagrosamente, su deseo se hizo por fin realidad, es probable que la mayoría de ellos dijera que una bicicleta, a ser posible con ruedines, para poder iniciarse mejor en el noble arte de pedalear.
Y razón lo les faltaría porque, por aquel entonces, aunque los Reyes ya les hubieran traído un Scalextric, un tren eléctrico, un Fuerte o un Geyperman aventurero, en el caso de los niños, o una muñeca Nancy, un Hogarín, una cocinita o un maletín de…
Cuando, en 1965, una diseñadora de moda británica llamada Mary Quant presentó una falda de apenas un palmo de tela, se desató la locura entre las adolescentes y jóvenes de la época. Claro que de eso a poder ponérsela había un abismo, porque, sobre todo en el caso de las chicas, en España aún no estaba el horno para bollos y la mayoría de nuestros patriarcas seguían siendo igual de conservadores y estrictos que los padres de sus padres. Y es que, en cuestiones de tolerancia, la modernidad todavía no se había instalado del todo en nuestras casas, y eso que en muchas de ellas ya había hasta televisión y lavadora. Pero, por lo visto, habían llegado antes los avances tecnológicos que los ideológicos.
En mi caso, como el de tantas adolescentes de mediados de los 60, y que además me encantaba estar con chicas mayores y escuchar lo que…
El 1 de noviembre hubiese sido su cumpleaños pero, cosas del fatídico destino que no perdona a nadie, el 12 de octubre, fiesta de todas las fiestas, a primera hora de la mañana, para qué esperar más y que no se hiciera demasiado tarde, pensó que no le importaría celebrarlo «así en la Tierra como en el Cielo», como quizá en su día le enseñaron en el colegio salesiano en el que estudió. Él y un servidor, que para eso en aquellos tiempos de mozalbetes sin aspiraciones a seguir creciendo lo compartíamos casi todo: los partidos de fútbol en el patio del colegio; las tardes de sábado en alguno de los muchos cines de sesión continúa que salpicaban nuestro querido barrio de Lavapiés; las meriendas de pan con aceite o una onza de chocolate en su casa o en la mía mientras disfrutábamos de lo lindo viendo un episodio de…
«Eulogio es un futbolista sensacional. Reúne las cualidades suficientes para ser considerado uno de los mejores de Europa. Tiene mucha velocidad, remata muy bien de cabeza, siente el gol y tiene muchos recursos a la hora de tirar».
Así hablaba Ladislao Kubala, entonces seleccionador nacional, de José Eulogio Gárate, el indiscutible ariete del Atlético de Madrid, al que muchos seguidores colchoneros mantienen vivo en su memoria, quizá porque no ha habido en la historia del club, ni probablemente del fútbol español, un delantero tan elegante y con tanta personalidad. Tal vez por eso, el apodo con el que era popularmente conocido, «el ingeniero del área», le venía como anillo al dedo, aunque conviene recordar que Gárate había estudiado Ingeniería Industrial, lo que no solo contribuyó a ponerle el apodo, sino también a comprender su inteligente y precisa manera de concebir el fútbol.
En el Día Internacional contra el Cambio Climático
Islandia
Cuando miramos hacía atrás, y no hace falta extenderse demasiado en el tiempo, nos deja perplejos la extraordinaria y rápida transformación que ha experimentando el ser humano, su forma de vivir, su comportamiento, su estatus social y emocional y, por supuesto, el entorno cercano en el que vive. Todo ello sin olvidar a los pueblos y habitantes de aquellas tierras para los que el tiempo parece no haber discurrido, porque andan sumidos en la misma opresión, orfandad y miseria que siempre.
También la naturaleza ha sufrido imparables procesos de cambio. Algunos, inexorablemente, consecuencia de los efectos devastadores que en demasiadas ocasiones ha generado la mano del hombre, de su inexplicable afán por destruir su propio medio de vida. Por eso, cuando a veces contemplamos la naturaleza en estado puro, limpia y hermosísima, donde fluye la vida recostada en brazos de la quietud y el silencio, y en la que nada parece haber interrumpido su natural evolución, resulta difícil no emocionarse y preguntarnos si realmente nuestra forma de progresar ha tenido algún sentido, si no la habremos hecho ignorando lo que de verdad la naturaleza necesitaba de nosotros.
Para que de todo ello quede constancia, te invito a que veas este hermoso vídeo de Islandia, de Edgar Granados, que, al tiempo que asombra y emociona, ayuda a despejar muchas de las inevitables dudas que a veces nos asolan.
«Amazinz Iceland» en 4K es un impresionante vídeo grabado con un drone DJI Phantom III Profesional y una cámara Canon 6D en localizaciones de Islandia.
Primer toro de Osborne instalado en la carretera N-1 a su paso por Cabanillas de la Sierra (Madrid). Foto: Osborne
Como ya habrá sabido deducir más de uno, el título de esta «historia mínima» no hace referencia, ¡Dios me libre!, al amigo Bertín, el aristócrata, presentador, «cantante», actor y empresario español, como bien señala Wikipedia, sino a aquella enorme silueta de un toro de lidia que salpicaba las carreteras españolas publicitando el famoso brandi Veterano, una de las marcas estrella de las bodegas Osborne, claro está.
El 1 de noviembre hubiese sido su cumpleaños pero, cosas del fatídico destino que no perdona a nadie, el 12 de octubre, fiesta de todas las fiestas, a primera hora de la mañana, para qué esperar más y que no se hiciera demasiado tarde, pensó que no le importaría celebrarlo «así en la Tierra como en el Cielo», como quizá en su día le enseñaron en el colegio salesiano en el que estudió. Él y un servidor, que para eso en aquellos tiempos de mozalbetes sin aspiraciones a seguir creciendo lo compartíamos casi todo: los partidos de fútbol en el patio del colegio; las tardes de sábado en alguno de los muchos cines de sesión continúa que salpicaban nuestro querido barrio de Lavapiés; las meriendas de pan con aceite o una onza de chocolate en su casa o en la mía mientras disfrutábamos de lo lindo viendo un episodio de «Bonanza» o de «Las aventuras de Rin Tin Tin»; la apasionante Liga veraniega de fútbol-chapa y la Vuelta ciclista, igualmente de chapas, para qué enredarse buscando otros artilugios; aquellos inolvidables domingos en el Santiago Bernabéu para ver a nuestro Real Madrid del alma y, a la vuelta, soñar con parecernos a Amancio, Pirri, Zoco o Gento, y tantas y tantas cosas más, que darían para rellenar más de un baúl de recuerdos imborrables.
La familia Ojeda Artiles, Premio Nacional de Natalidad de 1969. Labor Ministry
Hay que ver lo que son las cosas. Aún a cuestas con un resacón de la posguerra, que había sido demasiado larga y demasiado dura, con una emigración galopante que obligó a miles de españoles a cruzar nuestras fronteras en busca de una vida mejor, con un creciente éxodo rural y con una situación social y económica francamente escuálida todavía, a partir de 1956, y hasta 1974, en nuestro país se produjo una estruendosa explosión demográfica, de no demasiado fácil comprensión.
A la hora de decidir a qué jugábamos esa tarde en la calle, no era difícil hacernos con unas cuantas canicas para jugar al «gua», unas peonzas para bailarlas, unas tabas, unos tacones de zapatos o unas chapas para inaugurar la «Vuelta ciclista con chapas», cuestiones todas ellas ya tratadas y analizadas con anterioridad. El problema surgía cuando a muchos nos apetecía echar un partido de fútbol. Y no es que no pudiéramos conseguir un balón de fútbol, porque siempre alguno tenía en su casa uno de goma, como se conocía entonces. La cuestión es que era tan ligero, que cuando le dabas una patada se disparaba calle abajo unos cientos de metros, así que solíamos pasarnos más tiempo yendo a por el balón que jugando.
No me preguntéis por qué, si por el deseo de poseer o por simple curiosidad, pero lo cierto es que durante largo tiempo el afán coleccionista de los españoles alcanzó niveles realmente estratosféricos. La práctica de colección más elemental, por supuesto, o sea, la que podría decirse que venía incluida en el paquete básico de cada español, era la de los cromos, de lo cual ya se ha informado convenientemente en ocasiones precedentes, y que contemplaba tamaños y géneros para todas las edades y gustos, aunque los de mayor seguimiento eran los relacionados, cómo no, con el fútbol, el ciclismo y los artistas, ya fueran del cine o de la canción.
Después de todo lo referente al «no le, sí le», cabría decir que, en un ranking sobre la materia, es probable que en segundo lugar se situara la colección de fascículos, también ya tratada con anterioridad, que igualmente comprendía una notable variedad de contenidos, con los que saciar la curiosidad de grandes y pequeños en cualquier ámbito del mundo mundial; es decir, recuérdese, desde vocabulario y desarrollo enciclopédico, hasta idiomas, historia de España, Mundial, del Arte, la Música o el Bricolaje.
Como el título de la última superproducción de Samuel Bronston rodada en España, dirigida por Henry Hathaway y protagonizada por John Wayne, Rita Hayworth, Claudia Cardinale y John Smith, así puede decirse que veíamos de pequeños aquel maravilloso espectáculo que, de tarde en tarde, desplegaba su mágica carpa en el pueblo, la ciudad o el barrio en el que vivíamos.
Cuando un día cualquiera, al salir de casa, nos encontrábamos con uno de aquellos carteles que anunciaban a bombo y platillos la llegada del «único, grandioso, colosal y sensacional» Circo Mundial, Circo Americano, Circo Atlas, Circo Monumental, Berlin Zirkus, Circo Ruso o Italiano, Circo Royal, Circo Milan…, o las nuevas y flamantes atracciones del Circo Price, tanto en su versión ambulante como en la sede fija que tenía en Madrid —hoy felizmente recuperada—, resulta difícil describir el estado de «shock emocional» en el que entrábamos inmediatamente.
Hace unos días, por casualidad, vi en TV la película Exodus. Dioses y reyes, una de esas superproducciones que, de vez en cuando, invaden la cartelera exhibiendo músculo con sus impresionantes efectos especiales. ¡Y desde luego que impresionan! En este caso, sin ir más lejos, todo resulta grandioso, especialmente cuando las aguas del Mar Rojo se abren para dejar paso a los más de 600.000 esclavos hebreos que, guiados por Moisés (sí, el de las Tablas de la Ley), huyen de la implacable persecución de las huestes egipcias, que intentan por todos los medios que no lleguen a la Tierra Prometida.
Acostumbrados como estábamos a grupos de música que nos deleitaban con canciones bastante melódicas y fáciles de digerir, como Los Brincos, Los Ángeles, Los Sírex o Los Mustang, muy en la línea de los Beatles, la verdad es que nos pilló un tanto de sorpresa la llegada desde las «islas afortunadas» de un grupo que hacía rock bastante potente y que parecía aspirar a parecerse más bien a los Rolling Stones, que eran los chicos más duros de entonces.
Con su líder y cantante Teddy Bautista a la cabeza, que sonaba como una versión masculina de Janis Joplin, bien ataviado al uso de los sesenta, patillas y pelo largo incluidos, aterrizaron como un ciclón en 1967 con temas como «Keep on the Right Side», «Three-Two-One-Ah», «The incredible miss Perryman»… y, sobre todo, «Get on Your Knees», que fue todo un bombazo aquella época, convirtiéndose incluso en la canción del verano…
Lo de ligar aún no resultaba fácil del todo. Aquello de los guateques todavía no se habían puesto de moda y, cuando se celebraba alguna fiesta, el baile «agarrao» no estaba bien visto, así que había que olvidarse de eso de arrimarse mucho. Quizá por eso, cuando por fin alguien se echaba novio o novia, había que cuidarlo como un tesoro y procurar que «el cariño verdadero» perdurase para siempre.
Mientras se lograba ese compromiso, era preciso utilizar mil y una artimañas para mantener encandilado al otro o a la otra. En el caso de los hombres, que eran, según vieja tradición, los que debían dar el primer paso en una relación, lo de ser caballeroso o regalar un ramo de flores no funcionaba mal del todo. Pero lo que de verdad solía funcionar con bastante eficacia era darle una serenata a la novia. Si además era por la noche…
¡Ojo a la que se nos venía encima! De pronto, en la primera escena del primer capítulo de una serie de la que casi nada habíamos oído hablar hasta entonces, dos tipos, pistola y ametralladora en mano, entran en una peluquería-barbería y, después de darles las pertinentes felicitaciones a los clientes, se lían a tiro limpio con ellos. Así, como el que no quiere la cosa. Acto seguido: presentación de la serie, protagonistas y título del capítulo, «El trono vacío». Inmediatamente después segunda escena, en la que una voz en off cuenta que, el 5 de mayo de 1932, el famoso gánster Al Capone, detenido por evasión de impuestos, va camino de prisión, donde cumplirá una condena de once años… ¿Qué, cómo te quedas?
Pues impactados, como íbamos a quedarnos después de este explosivo arranque de la serie «Los Intocables», allá por 1964, o sea, justo un año después de…
Había pocos chicos a los que, en aquellos tiempos en los que tan necesitados andábamos de fuertes emociones, no nos gustaran los tebeos. En mi caso, como en el de otros muchos, los que más me atraían eran, con diferencia, los de aventuras, como los de El Capitán Trueno, El Jabato o Hazañas bélicas. Además, eran nuestros «héroes nacionales», que ni que decir tiene que preferíamos a los que venían de allende los Pirineos, como Supermán o el Capitán América.
La necesidad y el sentido común, que mala compañía desde luego no eran por aquellos tiempos, imponían mucho ingenio y remedio para que las cosas, a ser posible, duraran «hasta el infinito y más allá», o sea, lo que hoy se conoce como reutilización o, mejor aún, «reciclado», de lo que entonces poco o nada se sabía aún.
Para empezar, en cuestiones de comida, pocas cosas había de las que pudieran aprovecharse que fueran a parar a la basura. Los restos del plato de un día siempre podían encontrar digno acomodo en las albóndigas, las croquetas o el potaje del día siguiente. Y tampoco la ropa era de usar y tirar, que para algo estaba meterle la sisa a una prenda, sacarle el bajo, coserle coderas o rodilleras y, hasta si era menester, teñirla, que quién iba a saber que aquel abrigo rojo ya raído se había transformado en uno negro precioso que parecía recién estrenado. En realidad, hasta los calcetines tenían remiendo y a las medias de señora afectadas por una lamentable «carrera» se les podían coger los puntos, de lo que bien dejaba constancia la mercera de la esquina.
«En ese largo y sinuoso camino por el que va discurriendo nuestra vida, hay veredas desiertas y campos sembrados de relucientes amapolas; tristezas que nos descarnan y alegrías que nos reconfortan; anhelos dormidos y sueños despiertos; desengaños que nos hieren y amores que nos resucitan; besos robados y caricias devueltas. La cara y el envés, el delirio y la razón que se cruzan a nuestro paso sin avisarnos, dejándonos a merced de la casualidad o del destino.
Como sugiere el título de este poemario, “Reverso y anverso” (Libros Indie, 2022), en él hay un ramillete de poemas de ida y vuelta que apremiaba escribir para que lo que intentan expresar no se perdiese en la intrincada metáfora de los sentimientos. Todos ellos discurren en paralelo a esa travesía emocional de encuentros y desencuentros por la que deambulamos a ciegas, de noches a la intemperie y de mañanas a cubierto, de soledades que nos vacían y de compañías que nos dan refugio, de tiempos erráticos de infortunio y de momentos de felicidad infinita».
«Reverso y anverso», según Omar Jerez
«Soy consciente que estoy ante una joya pulida y sutilmente cuidada. Me ha sucedido que puedo abrir “Reverso y anverso” en cualquier página y volver a escucharme decir: ¡Esto es una delicia para todos los sentidos! José Molina Melgarejo no tiene nada que demostrar. Tiene oficio y una madurez intelectual de la que aprendo con entusiasmo.
El epílogo de Federico García Lorca cierra con broche de oro una obra que sabes que emociona, que te alienta a seguir cuestionando, a seguir leyendo y, sobre todo, a amar la forma de escribir de José Molina Melgarejo».
Buzz Aldrin ante la bandera de EE UU en la Luna, el 20 de julio de 1969 (NASA)
Según la rumorología popular, hay tres momentos de nuestra historia en los que todo el mundo recuerda qué estaba haciendo en ese justo momento. Uno es la cogida de Manolete, el 28 de agosto de 1948, en la plaza de toros de Linares. Otro, el histórico gol de Zarra a Inglaterra en el Mundial de Brasil, el 2 de julio de 1950. Y, por último, la llegada del hombre a la Luna, el 20 de julio de 1969.
La actriz francesa Pascale Petit en la Playa de Poniente, en Benidorm, en 1965.
«En la España católica de los 50, el despegue turístico de ciudades como Benidorm no solo atrajo veraneantes sino nuevas costumbres de otros países. Las mujeres del norte de Europa lucían bikinis para escándalo de muchos. Una multa a una turista inglesa por vestir la prenda precipitó que Benidorm se convirtiera en la primera ciudad española en legalizar el bikini».
El Seat 600, el 850, el 127 e incluso el 1500, aunque este parecía más bien destinado a taxis, el Renault 4, 6 y 8 —antes Gordini—, el «dos caballos», o sea, el Citroën 2CV, y el BMW Isetta, también conocido como «el huevo», eran desde luego los coches que con mayor frecuencia podían verse circular por nuestras calles y carreteras, así que ya estábamos bastante habituados a ellos.
Pero, ¡oh sorpresa!, de pronto un día descubrimos que había un coche nuevo con aspecto de «superdeportivo», aunque a escala miniatura, que nos dejó alucinados.
Llegada de los primeros turistas a España. Foto: Teresa Avellanosa (Flickr)
Aquellos españoles que, durante los tórridos días de verano, tenían la suerte de poder disfrutar de unas merecidas vacaciones, también podían constatar «en vivo y en directo» que, como bien anunciaban los medios de comunicación y, por ende, los rumores de la calle, «el turismo era un invento estupendo», especialmente para los que podían sacar tajada del mismo y, por descontado, para los que tenían a bien poder disfrutar de él como Dios manda.
Habrá que convenir, como tantas otras cosas, que el ciclismo ya no es lo que era. Y no quiero decir con ello que, por ejemplo, las grandes carreras por etapas, como la Vuelta, el Tour o el Giro, no sigan teniendo una audiencia más que respetable, pero pocos podrán discutirme que ya no se vive con la misma pasión que antaño, ni por supuesto la «serpiente multicolor» suscita hoy el mismo interés que antes, cuando hasta los más pequeños eran seguidores incondicionales de los ciclistas. De hecho, para que conste en acta, uno de los juegos infantiles favoritos, especialmente en verano, era disputar la «vuelta ciclista con chapas», que sin duda era uno de los entretenimientos estivales más emocionantes. Además, ni que decir tiene que entre las colecciones de cromos las de ciclismo eran, después de las de fútbol, las que más solían gustar, lo que da buena fe de todo lo dicho hasta ahora.
«Muchos de aquellos a los que de pequeños les volvían locos los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, Sissi o Pulgarcito, o aquellos preciosos cuentos troquelados de Ferrándiz, los de hadas de la colección Azucena o los de Antoñita la Fantástica, poco a poco se fueron enganchando al “saludable hábito de leer”» [«Queridos recuerdos de los años 50 y 60» (Senior Expert, Madrid 2017), páginas 52-53].
Sin discusión alguna, el corte de helado o helado al corte, al parecer también conocido como «helado napolitano» o «cassata brick», según consta en nuestro consultorio básico, o sea, Wikipedia —que no añade el posterior calificativo de «sándwich»—, era el rey del surtido heladero de la época, por encima incluso del helado de cucurucho. Al menos esa es la impresión personal que tengo después de repasar cuál era realmente el más solicitado tanto en las escasas heladerías que había por aquel entonces —la época concreta ya que la ponga cada uno— como en los muchos carritos de helados que recorrían las calles de las ciudades, lo cual era una alivio en días calurosos de verano.
Hoy día es fácil encontrarse con un centro comercial o un supermercado casi a la vuelta de la esquina, en los que, además, es posible comprar de todo, y con todas las opciones posibles tanto en variedad como en precio. O sea, para ser más exactos, si por ejemplo uno tiene pensado comprar leche y no sabe muy bien cuál llevarse, puede elegir tranquilamente entre fresca, entera, semidesnatada, desnatada, sin lactosa, enriquecida en calcio, con Omega-3, con gluten o sin gluten…; sin olvidar, por supuesto, las vegetales o ecológicas, tales como de avena, de soja, de arroz, de almendras.., y no sé cuantas otras más. ¡Ah, y ojo a las ofertas de precios del tipo 2×3, 3×1, la segunda a mitad de precio, etc. En definitiva, todo un galimatías, que hace que el ir a comprar a veces se convierta en un complejo tratado de «filosofía cuántica», si es que…
El pequeño José Manuel López Bravo, en los años 60, subido en su bicicleta marca Orbea, en el Espolón de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja).
Si con la máquina del tiempo pudiéramos trasladar nuestras unidades móviles hasta los años 60, por ejemplo, y preguntarle a un niño o una niña cuál era aquel juguete que nunca tubo y con el que siempre soñó o el que más deseaba y, milagrosamente, su deseo se hizo por fin realidad, es probable que la mayoría de ellos dijera que una bicicleta, a ser posible con ruedines, para poder iniciarse mejor en el noble arte de pedalear.
Hay que ver, con lo tranquilos que estábamos viendo los programas musicales (también conocidos entonces como «de variedades») que TVE emitía allá por los años 60, como «Escala en Hi-Fi», «Gran Parada», «Carrusel», «Galas del sábado»… y tantos otros, y de repente, como el que no quiere la cosa, en 1969 va y aterriza en nuestro país un realizador rumano que atendía al nombre de Valerio Lazarov. «¿Rumano?», se preguntaban muchos. Pues sí, rumano, ¡y menudo rumano!, porque casi de la noche a la mañana puso la TV patas arriba, primero con un programa musical titulado «El irreal Madrid» (1969), tan sorprendente como exitoso, que incluso ganó la Ninfa de Oro en el Festival de Televisión de Montecarlo, algo con lo que nunca hubiéramos soñado.
Después de ver la última edición del llamado Festival de la Canción de Eurovisión, o sea, Eurovisión, a secas, hoy me he levantado muy ufano dispuesto a hacer una crítica constructiva del espectáculo que mis ojos y mis oídos pudieron ver y oír a trompicones, que fue como una etapa de los Dolomitas en el Giro de Italia, y, por ende, a vanagloriar los viejos tiempos de lo que fue un certamen en el que la música y las buenas canciones eran las protagonistas, mientras que el esperpento quedaba para otras ocasiones. Así que, ordenador en mano, me he aprestado con firme devoción a recordar a Gigliola Cinquetti, Udo Jürgens, Sandie Shaw, France Gall, Frida Boccara, ABBA, Celine Dion… y tantos otros ganadores más de Eurovisión, sin olvidar, por supuesto, a Massiel y a Salomé, nuestras insignes vencedoras de los festivales de 1968 y 1969.
A los que vivíamos en Madrid —qué tiempos aquellos sin confinamiento ni pandemia, aunque justitos de libertad «a la madrileña»— la verdad es que nos vino de perlas la inauguración, el 15 de mayo de 1969, de ese gran Parque de Atracciones que nos dejó con la boca abierta. Por fin ya teníamos un fantástico sitio al que acudir con la familia o con los amigos para divertirnos, y tan cerca, ahí, en la Casa de Campo, a la que incluso podíamos ir en el Suburbano, que funcionaba desde 1960, bajándonos en las estaciones de Lago o de Batán.
Además, contaba nada menos que con 30 atracciones mecánicas que eran una auténtica pasada. Así que, por 5 pesetas que valía la entrada, podías pasar un día inolvidable montando en «7 Picos», «Gusano Loco», «Alfombras Mágicas», «Viaje al Centro de la Tierra», «Camas elásticas», «El Pulpo», «La Noria», «Viaje Espacial», «La…
Tengo la impresión de que, de un tiempo a esta parte, se ha ido perdiendo la sana costumbre de beber vino con gaseosa, o en su defecto sifón, en las comidas, lo cual no es que esté ni bien ni mal, sino simplemente una apreciación personal sobre un hábito cotidiano que en otro tiempo parecía institucionalizado.
Buena prueba de ello es que, hoy día, cuando te acercas a un supermercado a comprar alguna gaseosa, la variedad de esta refrescante bebida es francamente pobre. Por lo general, uno se encuentra con la gaseosa de toda la vida, o sea, «La Casera», a la que parece que le hicieron un contrato fijo que perdura eternamente, y si acaso la marca blanca de la franquicia de tiendas a la que uno ha ido a comprar.
En estas circunstancias, siempre me pregunto: ¿y dónde demonios se han metido «La Pitusa» o «La Revoltosa», que eran mis gaseosas favoritas? ¿Es que ya nadie recuerda las saltarinas y pizpiretas burbujas que tenían, que, al ingerirlas, hasta conseguían que se te saltaran las lágrimas?
Y como yo, supongo que muchos echarán en falta su gaseosa preferida, aquella que en otro tiempo saboreaban con verdadero placer. Y es que de lo que no cabe duda es de que había una infinita variedad de gaseosas capaz de satisfacer los gustos y sabores de todo el mundo. De hecho, creo que no había localidad (pueblo, ciudad, provincia o región) que no tuviera su propia marca de gaseosa, o sus propias marcas de gaseosas, que en muchos casos la oferta hasta se duplicaba o triplicaba. La relación, desde luego, sería interminable y daría para un profundo estudio de «comportamiento sociológico», pero baste con citar solo a algunas (al margen de las ya antes referidas) , a ver si hay suerte, y entre ellas alguien logra reconocer la suya. Pues ahí va: «La Preferida», «La fama cordobesa. Pijuan», «La amapola», «La moderna, «Rigau», «Dungil», «Gaseosa Selecta», «Ebesa», «Otero», «Eduardo Feijó», «López», «La Vianesa», «Valcárcel», «Rodicio»… En fin, y así podríamos seguir hasta mañana.
PD
Solo por curiosidad, Rafael Sánchez Barros, un carpintero del pueblo toledano de Calera y Chozas, lleva coleccionando botellas de gaseosas desde hace más de veinte años. Durante ese tiempo ha reunido nada menos que ¡60.000!, muchas de las cuales ya las ha exhibido en una exposición titulada «Historia de una burbuja. La gaseosa en España». Como bien señala Rafael: «En el pasado, cada pueblo se lio a hacer gaseosas. La gente montaba su tinaja de barro, abría el grifo y a rellenar». Pues no se hable más…
Desde 1958, cada 1 de mayo, día de la festividad de San José Artesano (también Obrero, para entendernos mejor), se celebraban en el Estadio Santiago Bernabéu de Madrid las llamadas Demostraciones Sindicales, organizadas por la muy afamada entonces Obra Sindical de Educación y Descanso, que consistían en unas grandilocuentes exhibiciones gimnásticas y folclóricas con las que se quería mostrar lo fuertes, artistas y guapos que eran los trabajadores y trabajadoras españoles.
Estaba claro que aquella «Olimpiada laboral», como también era conocida, que más bien parecía el acto inaugural de unos Juegos Olímpicos, tenía una claro objetivo propagandístico, pero, quizá en nuestra ingenuidad, la verdad es que nos gustaba mucho. Especialmente los más pequeños nos quedábamos asombrados viendo cómo los participantes exhibían sus extraordinarias dotes gimnásticas saltando, brincando, corriendo o haciendo impresionantes «torres humanas», como la que en 1958 hicieron nada menos que 800 trabajadores de la Empresa Nacional Bazán.
Amén de cantantes nacionales y de habla inglesa (inclúyanse en este apartado básicamente británicos y estadounidenses), ya desde la década de los 50 a los españoles nos gustaban especialmente —la razón ya queda fuera de mi jurisdicción— los italianos (véase Peppino di Capri, Jimmy Fontana, Nicola Di Bari, Mina, Domenico Modugno, Bobby Solo, Rita Pavone, Gino Paoli, Gigliola Cinquetti, Pino Donaggio, Iva Zanicchi, Adriano Celentano, Paty Bravo y tantos otros). ¡Pero, ojo, porque si los italianos nos encantaban, los franceses —o digamos, los que cantaban en francés—nos enamoraban!
Tampoco tengo argumentos sólidos para explicarlo, pero lo cierto es que sus canciones, seguramente más melódicas y románticas, nos encandilaban, fuera cual fuese el sexo del receptor. Entre las chicas, por ejemplo, el que causaba auténtico furor era Salvatore Adamo, o mejor, Adamo, a secas, un cantante italo-belga al que le costó poco aterrizar en nuestro país y montar la de San Quintín. Le bastó entonar con esa dulzura especial que tenía un puñado de canciones —todas versionadas también es español—, como «Cae la nieve» («Tombe la neige»), «Tu nombre» («Ton nom»), «Un mechón de su cabello» («Une meche de cheveux») o «Mis manos en tu cintura» («Mes mains sur tes hanches»), para conseguir que una legión de jóvenes y adolescentes suspiraran perdidamente por él.
A cierta distancia, pero sin posibilidad de alcanzar el liderato que ostentaba Adamo, andaba Johnny Hallyday, quizá más apto para espíritus más roqueros, pero que también conquistó a un buen número de fans, especialmente con sus particulares versiones de canciones famosas, como «Viens danser le twist», o sea, el «Let’s Twist Again» que interpretaba Elvis Presley.
Entre los chicos, la cosa desde luego cambiaba por completo, de modo que sus suspiros iban directamente dirigidos a cantantes como Françoise Hardy, que arrasaba con temas como «Tous les garçons et les filles» y «Le premier bonheur du jour»; France Gall, sí, la que ganó el Festival de Eurovisión de 1965 con «Poupée de cire, poupée de son» («Muñeca de cera» en su versión española); Marie Laforet, de la que era difícil no enamorarse cuando miraba con esos ojos verdes mientras interpretaba «La plage» o «Vendanges d’amour», y, por supuesto, Sylvie Vartan, «la novia de los jóvenes franceses», como era conocida entonces, que nos dejaba atolondrados escuchándola cantar «Panne d’essence», «Comme un garçon» o «La plus belle pour aller danser». Lástima que de pronto, en 1965, decidiera casarse con Johnny Hallyday, y dejarnos con la miel en los labios.
Y hasta aquí el apartado juvenil, porque ya en edades o espíritus más maduros, la lista de cantantes franceses favoritos podría completarse con algunos tan inolvidables como Gilbert Becaud, Christophe, Charles Aznavour, Mireille Mathieu, Alain Barrière, Hervé Vilard, Jacques Brel, Yves Montand, Charles Brassens, Charles Trenet y, por supuesto, la gran Edith Piaf, que consiguió que sintiéramos «la vida en rosa». Ya de Serge Gainsbourg y Jane Birkin mejor no hablamos, no vaya a ser que se nos suba a la cabeza el «Je t’aime moi non plus» y la liemos parda.
En su estupendo blog literario «The Forgotten Book» (http://thefgottenbook.blogspot.com/), Claudia Merino ha publicado esta completa reseña de «El alma desnuda», que, por razones obvias, no puedo resistirme a reproducir, sobre todo porque ha desentrañado como nadie lo que estos relatos quieren transmitir.
La llegada de la Semana Santa se recibía con entusiasmo por los más pequeños y, por supuesto, con recogimiento y devoción por los mayores. Para los primeros eran días de vacaciones y, por si fuera poco, en casa no solían faltar torrijas, pestiños, buñuelos o huevos de Pascua, que realmente estaban para chuparse los dedos.
Además, la festividad no empezaba nada mal, con ese luminoso Domingo de Ramos que llenaba las puertas de las iglesias de ramas de olivo y de palmas, muchas de las cuales luego decoraban los balcones de las casas, y la multitudinaria procesión de la Borriquilla. Pero lo realmente trascendente comenzaba el lunes de Pasión. Ese día, todo cambiaba por completo, como si de pronto se apagaran las luces y se hiciera de noche. De hecho, en la radio solo había música clásica y en la televisión únicamente se retransmitían procesiones y se emitían películas de romanos, de modo que había que volver a ver por enésima vez «Barrabás», «Quo vadis» o «Ben Hur». Y encima no se podía comer carne, que en eso de respetar la vigilia la mayoría de los españoles eran bastante respetuosos.
A decir verdad, con todo aquel decorado, al que había que añadir penitentes, pasos, cirios, saetas, cornetas y tambores, la Semana Santa imponía a los más pequeños. Y no digamos cuando la procesión era la del Silencio, en la que lo único que se escuchaba era el ruido sordo de las cadenas de los penitentes arrastrándose por el asfalto. ¡Para no pegar ojo en toda la noche! Menos mal que solo eran seis días de «penitencia», y el Domingo de Resurrección se producía el gran milagro: casi todo volvía a su ser y, sobre todo, a los cines llegaban los últimos estrenos, que era unas de las mayores alegrías que entonces podían darnos.
El 6 de abril hubiese cumplido 95 años. Al acordarme, estuve tentado a escribir algo sobre él, pero el paso del tiempo diluye la memoria, así que finalmente decidí desempolvar este breve texto que escribí para el homenaje que se le rindió en Granada, su ciudad natal, en 2004 y que resume cuál fue el verdadero sentido de su vida.
«No le alcanza la memoria para recordarlo, pero a buen seguro que, al nacer, su primera señal de vida fue un estruendoso “do de pecho”, al que luego seguiría un re y un mi y un fa y un sol la si… Corría el año 1927 —un 6 de abril, para ser más exactos— cuando aquel niño había dejado bien claro que su principal deseo en el mundo era “dar la nota”; en el sentido más literal de la frase, se entiende, o sea, que llegaba dispuesto a dedicarse en…
Ahora que tanto se habla de especialización, no estaría de más recordar que hubo un tiempo en el que, al menos en lo que a cuestiones de alimentación se refería, la venta de casi todos los productos estaba perfectamente «especializada». Quiero decir con eso que, a diferencia de hoy, en que la mayoría de las cosas están centralizadas en un gran superficie, salvo excepciones que ahora no vale la pena referir, todo el mundo tenía claro adónde debía dirigirse para comprar un producto. Es decir, para que nos entendamos: una barra de pan, a la panadería; un kilo de plátanos de Canarias, que eran los únicos que entonces degustábamos, a la frutería; un kilo de cinta de lomo, a la carnicería; una docena de huevos, a la huevería; mitad de cuarto de «mortadela sevillana», que tanto les gustaba a las madres darnos para merendar, a la charcutería, y, por último…
Mary Quant, en el centro, con dos modelos luciendo la minifalda. Foto: Getty Image
¡Quién iba a decirle a la diseñadora británica Mary Quant, allá por 1963, el revuelo que iba a generar en medio planeta, por no decir el planeta entero, el invento de su popular «minifalda», aunque, para que quede constancia de ello, la paternidad de tan revolucionaria prenda todavía se sigue disputando entre ella y el diseñador francés André Courrèges.
Julio, Manuel y Amelia, los tres principales protagonistas de «Mañana de domingo», han confirmado su presencia en la presentación de la novela que relata su particular aventura emocional.
Y Dios me hizo mujer, de pelo largo, ojos, nariz y boca de mujer. Con curvas y pliegues y suaves hondonadas y me cavó por dentro, me hizo un taller de seres humanos. Tejió delicadamente mis nervios y balanceó con cuidado el número de mis hormonas. Compuso mi sangre y me inyectó con ella para que irrigara todo mi cuerpo; nacieron así las ideas, los sueños, el instinto. Todo lo que creó suavemente a martillazos de soplidos y taladrazos de amor, las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días por las que me levanto orgullosa todas las mañanas y bendigo mi sexo.
Gioconda Belli, «El ojo de la mujer. Poesía reunida» (Visor de Poesía, 1991; r2015)
* Gioconda Belli (Managua, 1948), poeta y novelista, estuvo vinculada al Frente Sandinista de Liberación Nacional de 1970 a 1994. El compromiso…
Si había un lugar en el barrio que podía distinguirse a lo lejos, era aquel que de su fachada sobresalía una especie de reluciente poste, que más bien parecía una piruleta gigante, adornado con líneas de colores rojo, azul y blanco, aunque también cabía la opción de que la susodicha combinación colorística simplemente luciera alrededor de la fachada o de la puerta en entrada. Pues aquel lugar que, si uno andaba despistado, podía pensar que era una delegación del consulado de Francia en el barrio era la «peluquería», también conocida como «barbería», según lugar, época, gustos e interpretaciones.
Mañana de domingo no es una novela histórica, de suspense, de ciencia ficción o de aventuras. Solo es un sencillo relato sentimental de dos personajes cuyas historias personales se van narrando de forma alternativa a lo largo de todo el libro, y cuyo punto de encuentro, así como la relación de ambos con el pequeño Julio, el personaje con el que arranca la novela, únicamente se desvela al final de la misma. Así que tendrá que ser el propio lector quien tenga que encontrar la salida a este conmovedor e intimista laberinto que propone Mañana de domingo.
De qué va… El pequeño Julio, un niño de once años para el que la felicidad solo dura diez minutos, es el hilo conductor de esta historia de ida y vuelta, de encuentros y desencuentros, en la que Manuel y Amelia, sus dos principales protagonistas, emprenden en paralelo un azarosos proceso de iniciación a la vida sin saber muy bien cuándo ni por qué comenzaron ese camino sin rumbo fijo, qué les aguardará durante el tránsito de la inocencia a la madurez o si alguna vez conseguirán llegar al final de su particular viacrucis. En ese recorrido emocional, que puede discurrir en cualquier tiempo y lugar, lo único que comparten desde la distancia es la soledad, la incomprensión y la honda sensación de abandono.
No eran armas de destrucción masiva, desde luego, pero para utilizar aquellos «mortíferos» tirachinas artesanales había que tener un cierto «espíritu asesino», o por lo menos ganas de hacer la puñeta.
Bromas aparte, lo cierto es que un poco brutos sí que eran aquellos chavales a los que les gustaba jugar con ellos, sobre todo los que no tenían miramientos a la hora de lanzar con ellos una piedra al primero que pasara. ¡Y ojo si te daban, el daño que hacía! Pero estaban de moda, ¡qué le íbamos a hacer!
Hoy día, sin embargo, para sorpresa de propios y extraños, resultan aún más peligrosos, habida cuenta de que ya no solo subsisten malamente los que se utilizaban entonces, sino que también los hay más sofisticados aún; o sea, tirachinas de todas las clases y tamaños: de caza, deportivos, profesionales, de precisión…
Después de un arduo periodo de gestación, tanto para escribirla como para publicarla, por fin ve la luz mi primera novela, Mañana de domingo (Avant Editorial), una hermosa criatura —qué va a decir su padre— que espero que tenga una feliz y larga vida, en la que encuentre muchos lectores que la acojan entre sus manos.
Difícil será encontrar a alguien que no recuerde aquellas tardes con toda la familia reunida alrededor de la mesa camilla escuchando la radio: concursos, canciones, comerciales, o sea, anuncios, seriales, «partes» de Radio Nacional… A las puertas aún de las primeras emisiones de TVE, habrá que convenir, desde luego, como diría la publicidad del Scattergories, que se aceptaba «radio» como «animal de compañía».
En la década de los 50 la radio seguía viviendo su época dorada, de modo que aquellas enormes radios a válvulas ocupaban un lugar central en los hogares de los españoles. Al fin y al cabo, eran como una ventana sonora a través de la cual podían asomarse a divertidos concursos con patrocinio incluido, como «Avecrem llama a su puerta» o «La fiesta de La Casera»; entretenidos programas de variedades, como «Cabalgata fin de semana»; solidarios, como «Ustedes son formidables»; musicales, como «Peticiones del oyente»; infantiles, deportivos…
Después de un largo tiempo volando en busca de una pista de aterrizaje, por fin el 16 de febrero toma tierra Mañana de domingo, mi primera novela, un sencillo relato sentimental sobre el abandono, la soledad y la incomprensión en el arduo camino de iniciación a la vida y la incansable búsqueda de uno mismo.
Desde luego, tuvo guasa la cosa. Me explico: para una vez que ganamos Eurovisión, o sea, en 1968, con el famoso «La, La, La» que interpretó Massiel, va y en España arrasa la canción que quedó en segundo lugar. Sí, no hace falta recordarlo, «Congratulations», que cantaba un británico llamado Cliff Richard, que aquí muy pocos conocían aún, y que, según todas las encuestas, era el gran favorito para ganar el Festival, sobre todo porque «jugaba en casa».
«Eulogio es un futbolista sensacional. Reúne las cualidades suficientes para ser considerado uno de los mejores de Europa. Tiene mucha velocidad, remata muy bien de cabeza, siente el gol y tiene muchos recursos a la hora de tirar».
Después de un largo tiempo volando en busca de una pista de aterrizaje, por fin el 16 de febrero toma tierra Mañana de domingo, mi primera novela, un sencillo relato sentimental sobre el abandono, la soledad y la incomprensión en el arduo camino de iniciación a la vida y la incansable búsqueda de uno mismo.
Desde luego, hay que ver lo buenos, honrados y educados que eran los miembros de la familia Cartwright. Con ese padre, Ben (Lorne Green), viudo él, tan pendiente de sus hijos… Y esos hijos, Adam (Pernell Roberts), Hoss (Dan Blocker) y Little Joe (Michael Landon), que eran una bendición del cielo y que no sabían vivir el uno sin el otro. Bueno, ¿y qué me decís de ese rancho La Ponderosa en el que vivían tan ricamente, allá en Virginia City, junto al Lago Tahoe (Nevada)? Ya lo hubiéramos querido cambiar por la casa que los abuelos tenían en el pueblo o por ese chalé con el que soñábamos tener algún día y que, por desgracia, nunca tuvimos, y al que sin duda hubiéramos llamado «La Ponderosa».
«El 17 de enero de 1966 amaneció con cielo azul, mar picado y fuertes rachas de viento. El sol del invierno apenas calentaba el desierto de Almería. A las 9:22 horas de la mañana (hora Zulu, es decir, hora de Londres), cuatro aviones militares se divisan desde la pedanía de Palomares (Almería) como tantas otras veces desde el comienzo de la llamada Guerra Fría. Pero ese día algo era diferente…».
Según parece, cuando, a partir de los años 40, comenzó a desatarse la «guerra fratricida» entre Galerías Preciados y El Corte Inglés, los dos grandes almacenes que entonces monopolizaban el comercio en algunas capitales, surgieron lo que se dio en llamar «las rebajas»; o sea, importantes descuentos de precios en la mayoría de los artículos, con el fin de atraer con atractivas ofertas a más compradores. Y así hasta hoy, o casi, que aún se ignoraba que, con el tiempo, también se instalarían los «días sin IVA», los «8 Días de Oro», el «Black Friday», el «Cyber Monday»… y tantos otros inventos comerciales cuyo único objetivo es vender, cueste lo que cueste.
Cabalgata de Reyes Magos organizada por Radio Madrid, bajando por la calle de Alcalá, en 1959. Foto «ABC»
Desde luego, uno de los momentos más emocionantes de aquellas Navidades que de pequeños vivíamos con verdadera pasión era la Cabalgata de Reyes; o sea, el evento que nos permitía certificar por nosotros mismos que, en efecto, los Reyes Magos ya estaban en nuestra ciudad, en nuestro pueblo o en nuestro barrio para esa misma noche traernos los regalos que mejor les parecían, habida cuenta de que de los que les pedíamos por carta con tanta ilusión nunca había ni rastro.
Es posible que aquellas cabalgatas no fueran tan espectaculares y rutilantes como las que hoy día pueden verse por las calles de aquella misma ciudad, de aquel mismo pueblo o de aquel mismo barrio [excepción hecha de esta extraña y pandémica Navidad que nos ha tocado vivir], pero no cabe duda…
El 26 de diciembre hubiese cumplido 94 años, pero hace ya más de tres años que pensó que seguramente ya no valía la pena seguir celebrando su cumpleaños. Al fin y al cabo, hacía ya mucho tiempo que había comprado «online» un billete para el último tren que pasara por su vida con destino a cualquier sitio, a ser posible uno mejor que en el que ahora transitaba, que, sinceramente, no le estaba dando muchas alegrías.
Lo que Manuel nunca olvidó fue aquel gélido invierno de 1959 que se había presentado casi sin avisar, pero que le descongeló el corazón y, sin que se lo hubiera propuesto, le dio un nuevo sentido a su vida, como si una varita mágica hubiese transformado aquel paisaje emocional que gravitaba en silencio dentro y fuera de él. Como siempre, desde que tenía más uso de cariño que de razón, a las puertas de la Navidad le encantaba pasar las tardes paseando por el centro de la ciudad con Mercedes agarrada a su brazo. Sí, Mercedes, la chica por la que tanto tiempo había suspirado y que, por obra y milagro del insondable destino, había adquirido no hacía mucho la condición de prometida, lo que era la antesala perfecta para que finalmente se convirtiera en su futura esposa, a poco que las cosas les fueran medianamente bien y de nuevo el destino le permitiera hacer realidad sus sencillos sueños.
Ya por estas fechas impregnadas de espíritu navideño no había día en que no sonora el timbre de la puerta y, al abrir, nos encontráramos con alguien que venía a felicitarnos las Pascuas y desearnos un «próspero año nuevo», siempre, eso sí, con la loable finalidad de que voluntariamente le diéramos el correspondiente aguinaldo.
«Del amor y otras locuras» (Editorial Seleer, 2021) es una selección de poemas «escritos en cualquier tiempo y lugar, en las tórridas tardes de verano o en las gélidas madrugadas de invierno, al abrigo de una juventud a flor de piel o de una madurez que aún necesita un rincón en el que poder refugiarse». Disponible en papel y en e-book.
A ver, antes que nada, será mejor abordar este complejo dilema situándolo convenientemente en función de época, pompa y circunstancias. Por ejemplo, según una encuesta realizada por un equipo de profesionales, encargados de conocer el comportamiento de los consumidores en determinadas fechas del año, el árbol de Navidad es el elemento decorativo que se alza como favorito para la mitad de los españoles (50%), por delante de las luces de Navidad (20%) y del Belén (13%) (Informe de Navidad 2016 elaborado por vente-privee).
Hace ya años, como también suele suceder ahora, durante las «tan señaladas» fiestas navideñas se suspendían la mayoría de las competiciones deportivas, así que pocos eventos interesantes nos quedaban en la recámara. Uno de ellos, por supuesto, era el famoso Torneo Internacional de Navidad de Baloncesto, que cada año organizaba el Real Madrid, y que todos los aficionados a este deporte, y más aún si éramos merengones, celebrábamos con verdadero entusiasmo.
Durante unos días, coincidiendo incluso con el día 25 de diciembre, cuatro grandes equipos, tanto europeos como americanos, se daban cita en el mítico pabellón de la Ciudad Deportiva del club blanco para dirimir cuál de ellos se llevaba a casa tan prestigioso y añorado trofeo. Como recordaba Carlos Sevillano, mítico base y capitán del Real Madrid, en una entrevista al diario «ABC»: «Era increíble, nos enfrentábamos a jugadores en muchos casos desconocidos, pero de gran calidad. Por el…
Si mis fuentes de información no me engañan, algo a lo que no siempre puedo dar crédito, en 1964, o sea, mientras curiosamente celebrábamos con verdadero entusiasmo el triunfo de la Selección Española de Fútbol en la Eurocopa celebrada en Madrid —entonces denominada Copa de Naciones—, la campaña «Mantenga limpia España», promovida por el «activo» Ministerio de Información y Turismo, andaba a pleno rendimiento.
Dos eldenses siguen la noticia de la muerte de Franco
¡Vaya por Dios! No había días en todo el año, y va y el 21 de noviembre de 1975, que ya es casualidad, me toca ir a eso que se llamaba «tallarse», o sea, a ver si te daban o no el visto bueno para ir a la «mili»; mejor dicho, al Servicio Militar, para darle un tono más serio al asunto, que por aquel entonces todavía era obligatorio, como ir a la escuela, echarte novia y hacerte un hombre de provecho.
Como es fácil adivinar, aquel día me levanté aún con el susto en el cuerpo después de la noticia del fallecimiento, el día anterior, de Francisco Franco, quien hasta entonces supuestamente había ejercido de jefe del Estado o de algo similar, que muchos todavía no hemos acertado a descifrar. Y, como también es fácil suponer, incluso lo de…
Por lo general, y salvo alguna excepción que yo no recuerde, las tiendas, fueran del tipo que fueran, no tenían nombre. Así que la cuestión a la hora de tener que salir a «hacer un recado» era la siguiente: «Niño, vete a Don José y compra una docena de huevos»; «Niño, baja a Doña Concha y te traes media barra de pan, dos trenzas y un mojicón»; «Niño, vete a Don Emiliano y le dices que te dé un poco de aguarrás»… Y así sucesivamente, con lo cual era evidente que el lugar del barrio donde se arreglaban zapatos solo podía atender a un nombre: «Mariano el zapatero», que, por alguna razón que desconozco, quizá por la familiaridad que teníamos con él, no llevaba el Don delante.
Sean cuales sean las cifras en las que hoy día se mueven libros y librerías, no está de más refrescar la memoria y remontarse a aquellos tiempos en los que entrar a un librería era una aventura maravillosa a la que uno estaba siempre dispuesto a apuntarse, y que, por desgracia, ya no resulta tan fácil revivir en estos benditos tiempos que ahora nos toca vivir, en los que las prioridades y los gustos parecen ser otros.
El Real Madrid en la final de 1966 de la Copa de Europa ante el Partizán de Belgrado. Foto: Ron Kroon / Anefo
Tras cinco temporadas de sequía, el Real Madrid volvió a ganar la Copa de Europa con un equipo casi recién estrenado. Y es que, de la mano de Miguel Muñoz, el club había iniciado una progresiva renovación de la plantilla. Así, poco a poco se fueron incorporando caras nuevas, como las de Amancio y Zoco, y fichajes de relumbrón, como los de Sanchís, Pirri y Velázquez.
Estos tres libros, que complementan al de los futboleros de los 50, van especialmente dedicados a todos esos aficionados al fútbol nacidos en los años 60, 70 y 80 que crecieron dándole patadas a un balón; viviendo la apasionante aventura de ir a un partido para poder ver de cerca a los jugadores que tanto admiraban; escuchando por radio las retransmisiones simultáneas de los encuentros de cada jornada, o viendo por televisión el emocionante partido del domingo por la tarde…
Los críticos de cine nunca han sido santos de mi devoción, por razones diversas que ahora no parece oportuno exponer convenientemente. Sin embargo, y al margen de opiniones personales, en esa, por otra parte, loable profesión siempre ha habido, y continúa habiendo, excepciones dignas de mención. Entre ellas, casi sería una blasfemia no acordarse de Alfonso Sánchez, aquel crítico de cine de aspecto bonachón y voz inconfundible que se asomó a las pantallas de TVE durante más de veinte años.
Casi todos los dibujos animados que veíamos de pequeños en TV eran todo menos sofisticados; de hecho, solían ser bastante austeros y sencillos, lo cual no era impedimento para que nos encantaran, ansiosos como andábamos de ver cosas diferentes.
Cada vez que Concha Velasco vuelve a estar de actualidad, como ahora que acaba de despedirse de los escenarios, a petición expresa de sus hijos, resulta inevitable refrescar la memoria para recordar a aquella modosita y refinada chica de Valladolid que, con apenas 15 años, se coló en la gran pantalla, después de haberse formado como bailarina en las compañías de Manolo Caracol y Celia Gámez.
Con la TV aún en pañales, aunque la criatura ya empezaba a andar con paso firme y hasta ya sabía decir «mamá» y «papá», en la década de los 60 los seriales radiofónicos seguían viviendo su época dorada. Claro que, mientras la audiencia se decantaba entre uno u otro medio de entretenimiento, con lo que nadie contaba era con el arrollador impacto que de pronto empezaron a tener las «fotonovelas», con lo que también el papel ponía su granito de arena en las ansias emocionales de los españoles y, sobre todo, de las españolas, que según parece eran las más entregadas a los desgarradores enredos amorosos.
En el material escolar que había que llevar al colegio, convenientemente guardado en nuestra cartera, no podían faltar, además de libros y cuadernos, la pluma y el tintero para la clase de caligrafía y un plumier de un piso o un «superplumier» de dos, en el que bien guardaba siempre debía hacer un lápiz, un afilalápiz de horquilla —luego sacapuntas—, una goma blanca de la marca MILAN, esa que tenía un olor especial que a veces daban ganas de comérsela, y por supuesto un bolígrafo.
Pues sí, aunque parezca mentira, después de un largo verano, por fin comienza el nuevo curso escolar. ¡Qué alegría, dirán muchos, especialmente padres! Como cada año, el entusiasmo de los niños y niñas que vuelven a clase crece en la misma proporción en la que adelgazan los bolsillos de los padres, que de pronto parecen sufrir un ataque severo de raquitismo; o sea, con la nueva «temporada escolar», inevitablemente, se inicia también la adquisición de nuevo equipamiento: libros de texto, mochila, uniforme, chándal, zapatillas de deporte…, y un sinfín de cosas más que resulta imposible enumerar ahora. En definitiva, una ruina total.
En estos días de merecido recuerdo a Fernando Fernán Gómez, que el 28 de agosto hubiese cumplido 100 años, he tenido por fin la gran suerte de poder ver en TCM «El mundo sigue», sin duda su película como director menos conocida. Y no por voluntad propia, sino porque su duro y crítico retrato de la España de mediados de la década de los 60 hizo que tuviera que ser estrenada casi clandestinamente dos años después de haber terminado de rodarse.
Me encantaban las canicas, pero no solo por lo de jugar con ellas al «gua», que era para lo que básicamente estaban destinadas, sino porque me parecían preciosas. En realidad, pensaba que era un milagro que pudieran hacerse aquellas bolas de cristal transparente rellenas de colores. Y, por si fuera poco, las había para todos los gustos: grandes, pequeñas, rojas, azules, amarillas, verdes…, y con todas las combinaciones posibles de tonos, lo que las hacía más atractivas aún.
La diosa fortuna ha querido que, desde hace ya algunos años [actualícese este dato en época de pandemia], en algunos localidades de este nuestro, a veces, bendito país se hayan recuperado, para uso y disfrute del personal hoy presente, aquellos inolvidables cines de verano en los que nos acomodábamos plácidamente muchas noches estivales. En ellos, no solo disfrutábamos de la película o películas que aquel día se proyectasen, que siempre eran recibidas con inusitado entusiasmo si eran de «vaqueros», de «romanos» o de «risa», sino también de pasar unas deliciosas horas en familia o con los amigos de una forma diferente a como lo hacíamos el resto del año en los otros cines del barrio.
La familia Molina, plácidamente haciendo la digestión. Foto: José Molina.
En los días calurosos del verano, o sea, casi todos, la mejor noticia que podían darte tus padres es que iríais a pasar el día a la piscina, el río o la playa; caso este último si la paga de julio del cabeza de familia daba para pasar unas escuetas vacaciones en algún apartamento, hostal o pensión de una ciudad, pueblo o simple pedanía que dispusiera de acceso al mar; es decir, que tuviera playa, ya fuera de arena, pedruscos o «chinicos» —véase piedras pequeñas que al pisarlas se clavan en la planta de los pies como si fueran puñales recién afilados—.
La verdad es que hasta no hace demasiado, que el tiempo corre que es una barbaridad, no estábamos muy al tanto de eso que hoy ya se conoce oficialmente como «protector solar», y que ni más ni menos que consiste en una crema que sirve para proteger nuestra piel de los graves estragos que puede provocarnos pasar horas a pecho descubierto tomando el sol, sin tan siquiera una mísera sombrilla a la que echar mano.
Ya está disponible tanto la edición en papel como para e-book de mi poemario Del amor y otras locuras (Editorial Seleer, 2021), que espero que sus potenciales lectores lo acojan con cariño entre sus manos y luego vuelquen sus sinceros versos en sus corazones.
Para no dar lugar a engaños, Del amor y otras locuras es una selección de poemas «escritos en cualquier tiempo y lugar, en las tórridas tardes de verano o en las gélidas madrugadas de invierno, al abrigo de una juventud a flor de piel o de una madurez que aún necesita un rincón en el que poder refugiarse».
… Y después de tantos prolegómenos, ya solo quedaba iniciar la emocionante competición; eso sí, una vez sorteados los equipos, establecido el calendario de partidos y minuciosamente dibujado con una tiza las líneas del campo, con sus áreas, sus zonas de portería y su círculo central, que siempre ocupaban buena parte de la acera de la calle en la que generalmente jugábamos a casi todo. Solo un breve inciso para decir que, en lo que a las portería respecta, lo normal era hacerlas con pequeñas cajas de cartón, aunque yo hasta me atreví a hacer una réplica de las mismas con unos cuantos trozos de madera pintados de rojo, y una red hecha con la malla que traían las bolsas de naranjas.
Las películas de sesión doble, las meriendas de pan con aceite o una onza de chocolate, el balón de cuero algo ahuevado, los cromos, el pídola, la lima, la peonza… y alguna tarde de futbolín en los billares del barrio formaban parte de aquellos veranos de nuestras infancia que parecían no acabar nunca y de los que disfrutábamos sin un solo minuto de descanso.
Las vacaciones de verano estaban básicamente, o únicamente, para divertirse y jugar con los amigos. ¡Y vaya si nos cundía! En aquel tiempo, o sea, a mediados de los 60, el verano era casi interminable: desde que acababan las clases y hasta que volvíamos al colegio había un mundo de tiempo libre entre medias que aprovechábamos todo lo que podíamos.
En pocos días, el Juzgado de Primera Instancia de la editorial Seleer ordenará la puesta en libertad condicional del poemario «Del amor y otras locuras»; o sea, a condición de que los potenciales lectores lo acojan con cariño entre sus manos. Para no dar lugar a engaños, «Del amor y otras locuras» es una selección de poemas «escritos en cualquier tiempo y lugar, en las tórridas tardes de verano o en las gélidas madrugadas de invierno, al abrigo de una juventud a flor de piel o de una madurez que aún necesita un rincón en el que poder refugiarse».
Hace pocos días, tuve el placer de volver a viajar al sur, pero no a mi tierra, que siempre echo de menos, sino a la hermosísima película de Víctor Erice, que hacía demasiado tiempo que no veía, y que el tiempo no ha congelado, como, para sorpresa mía, pude comprobar de primera mano.
En pocos días, el Juzgado de Primera Instancia de la editorial Seleer ordenará la puesta en libertad condicional del poemario «Del amor y otras locuras»; o sea, a condición de que los potenciales lectores lo acojan con cariño entre sus manos. Para no dar lugar a engaños, «Del amor y otras locuras» es una selección de poemas «escritos en cualquier tiempo y lugar, en las tórridas tardes de verano o en las gélidas madrugadas de invierno, al abrigo de una juventud a flor de piel o de una madurez que aún necesita un rincón en el que poder refugiarse».
Sin duda, uno de los grandes misterios del cine español es saber cómo narices la película El verdugo consiguió regatear a la censura, con lo estricta que era en aquellos tiempos, en los que casi todo estaba prohibido, menos prohibir, eso sí. Pues el caso es que, de pronto, el 17 de febrero de 1964 se estrenó en nuestro país esta ácida comedia negra dirigida por Luis García Berlanga, uno de los grandes realizadores de la época, que había hecho de este género una manera encubierta de tratar la crítica social, tal y como ya había hecho en tantas otras espléndidas películas.
Once titular de la Selección en la Eurocopa 64: Iríbar, Olivella, Zoco, Fusté, Calleja, Rivilla; Amancio, Pereda, Marcelino, Suárez y Lapetra
Con lo bien que se nos había dado Maracaná en 1950, con aquel mítico gol de Zarra, que continúa recordándose con todos los honores en el rincón de muchas memorias, cómo es posible que en el Mundial de 2014, justamente en el mismo escenario, la Selección española cayera a las primeras de cambio, sin apenas haberle dado tiempo a demostrar lo bien que jugaba al «tiqui-taca».
Muchos de los que tuvieron la suerte de poder viajar a París en los años 70, entre los que me encuentro, seguro que recuerdan Ruedo Ibérico, una pequeña librería situada en el número 6 de la Rue de Latran, en el corazón del Barrio Latino, que creo que ya no sigue abierta, y a la que no pude resistirme a entrar de nuevo la última vez que visité la capital francesa. Inaugurada en junio de 1970, pronto se convirtió en el centro neurálgico del exilio parisino y de la oposición hasta la caída del Régimen franquista.
El periódico digital eldiario.es ha ofrecido en exclusiva (2-6-2017) este cuento de Luisa Carnés (1955), la autora republicana injustamente olvidada en la historia de la literatura española, a quien la guerra civil truncó su trayectoria literaria. http://www.eldiario.es/cultura/libros/cuento-Chivata-Luisa-Carnes_0_647435698.html
La Chivata
I
¿Quién era? No podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino…
Nunca lo olvidaré. Corría el año 1961, y el 11 de mayo llegó el día que, en aquellos años, todos los niños esperaban con mayor ilusión: el de la «primera comunión». La verdad es que no se debía a un fervor religioso, sino más bien a que era el día en el que uno era el protagonista, el centro de atención de toda la familia, sin olvidar también todos los regalos que se recibían. Entre ellos, recuerdo con especial cariño un regalo típico de ese día: mi primer reloj, nada menos que un «Dogma».
Después de ver a anoche la última edición del llamado «Festival de la Canción de Eurovisión», o sea, Eurovisión, a secas, me he levantado muy ufano dispuesto a hacer una crítica feroz al espectáculo que mis ojos y mis oídos pudieron ver y oír a trompicones, y, por ende, a vanagloriar los viejos tiempos de lo que fue un certamen en el que la música y las buenas canciones eran las protagonistas, mientras que el esperpento quedaba para otras ocasiones. Así que, ordenador en mano, me he aprestado con firme devoción a recordar a Gigliola Cinquietti, Udo Jürgens, Sandie Shaw, France Gall, Frida Boccara, ABBA, Celine Dion… y tantos otros ganadores más de Eurovisión, sin olvidar, por supuesto, a Massiel y a Salomé, nuestras insignes vencedoras del Festival en 1968 y 1969.
A los que vivíamos en Madrid —qué tiempos aquellos sin confinamiento ni pandemia, aunque justitos de libertad «a la madrileña»— la verdad es que nos vino de perlas la inauguración, el 15 de mayo de 1969, de ese gran Parque de Atracciones que nos dejó con la boca abierta. Por fin ya teníamos un fantástico sitio al que acudir con la familia o con los amigos para divertirnos, y tan cerca, ahí, en la Casa de Campo, a la que incluso podíamos ir en el Suburbano, que funcionaba desde 1960, bajándonos en las estaciones de Lago o de Batán.
Según el «Diccionario panhispánico de dudas» dela RAE, que se las sabe todas, «escay» es la adaptación gráfica de la marca registrada «skai», usada en España para designar «cierto material sintético que imita el cuero». Y a modo de ejemplo utiliza la siguiente frase: «Ellas se sentaban en un sofá de escay negro» (Aparicio «Retratos» [Esp. 1989]). Además, advierte de que debe evitarse el uso de la forma no adaptada «skai», así como el de la grafía «skay», que es el término original inglés.
Hasta aquí todo correcto. Claro que, como es lógico por otra parte, lo que ya no dice el Diccionario, a pesar de la práctica frase con la que ilustra su resolución de la duda, es que con este material se fabricaban la mayoría de los sofás y sillones de los años 60 y 70 —fabricación también extensible a sillas, banquetas, pufs y, en general, cualquier elemento…
Acostumbrados como estábamos a grupos de música que nos deleitaban con canciones bastante melódicas y fáciles de digerir, como Los Brincos, Los Ángeles, Los Sírex o Los Mustang, muy en la línea de los Beatles, la verdad es que nos pilló un tanto de sorpresa la llegada desde las «islas afortunadas» de un grupo que hacía rock bastante potente y que parecía aspirar a parecerse más bien a los Rolling Stones, que eran los chicos más duros de entonces.
Desde 1958, cada 1 de mayo, día de la festividad de San José Artesano (también Obrero, para entendernos mejor), se celebraban en el Estadio Santiago Bernabéu de Madrid las llamadas Demostraciones Sindicales, organizadas por la muy afamada entonces Obra Sindical de Educación y Descanso, que consistían en unas grandilocuentes exhibiciones gimnásticas y folclóricas con las que se quería mostrar lo fuertes, artistas y guapos que eran los trabajadores y trabajadoras españoles.
Lo de ligar aún no resultaba fácil del todo. Aquello de los guateques todavía no se habían puesto de moda y, cuando se celebraba alguna fiesta, el baile «agarrao» no estaba bien visto, así que había que olvidarse de eso de arrimarse mucho. Quizá por eso, cuando por fin alguien se echaba novio o novia, había que cuidarlo como un tesoro y procurar que «el cariño verdadero» perdurase para siempre.
En abril del año pasado leí una columna de Manuel Vicent en el diario «El País» en la que rememoraba los «perdidos aromas que a lo largo de la vida se han constituido en una estructura de tu memoria». «Para la gente de mi generación —continuaba diciendo Vicent en su precioso relato personal— es el olor a linotipia de aquellos cromos de futbolistas y tebeos, el de los lápices Alpino y el de las gomas de borrar con sabor a coco, el del confesionario donde el pecado de la carne se confundía con el aliento a tabaco de picadura que fumaba el confesor […], el del jabón Heno de Pravia que se usaba en casa, el del pegamento de los parches en el neumático de la bicicleta, el de las tahonas y confiterías […], el de alcanfor del armario ropero, el del serrín húmedo con que se barría el bar y el cine del pueblo […], el de los pinos mojados después de una tormenta de verano, el del humus de las hojas fermentadas en otoño».
No se sabe muy bien si es que, con bastante retraso, decidimos heredar la tradición de las estrellas infantiles de Hollywood, caso de Shirley Temple o, más aún, de Mickey Rooney y Judy Garland, aunque la verdad es que quedaban un poco atrás en el tiempo. Pero lo cierto es que, a finales de los 50, ya triunfaba de lo lindo nuestra primera «estrella nacional», Joselito, a quien no tardó mucho en seguir Marisol, ya a comienzos de los 60.
Con ellos se abrió la veda a nuevos ídolos de poca edad y mucho talento, como las gemelas Pili y Mili, que eran como «dos gotas de agua», y sobre todo Rocío Dúrcal, aunque en ambos casos quizá sería mejor catalogarlas como «estrellas juveniles».
El 6 de abril hubiese cumplido 95 años. Al acordarme, estuve tentado a escribir algo sobre él, pero el paso del tiempo diluye la memoria, así que finalmente decidí desempolvar este breve texto que escribí para el homenaje que se le rindió en Granada, su ciudad natal, en 2004 y que resume cuál fue el verdadero sentido de su vida.
Si este fuera el blog de «MasterChef», «Top Chef», «Pesadilla en la cocina», «Karlos Arguiñano en tu cocina» o de cualquiera de esos programas televisivos sobre cocina que tanto abundan y gustan, seguramente lo más apropiado sería empezar enumerando los ingredientes para preparar un exquisito «potaje de vigilia». Pero como este modesto blog no es sino un emotivo Retrovisor, lo más adecuado será simplemente echar un vistazo atrás, cuando este potaje era el «plato estrella» de una Semana Santa que mezclaba pasión y recogimiento, austeridad, abstinencia, devoción y ánimos contenidos.
Hay que reconocer que a los que nos encantaban las películas de romanos, la llegada de la Semana Santa era al principio una «bendición» pero, claro, con un poco de moderación, que hasta lo bueno acaba saturando. Para empezar, no había sala de cine, ya fuera de barrio o de estreno, en la que no se proyectara una de esas películas, así que no había elección posible: o una de romanos o una de romanos.
Debo reconocer que lo de la misa en latín no me gustaba demasiado. Bueno, la verdad sea dicha, no me enteraba de casi nada. De hay quizá la expresión popular de «no enterarse de la misa la media», que viene que ni pintada. En realidad, la mayoría de la gente no estaba muy ducha en latín, así que es de suponer que no pillaban una y, como en mi caso, a veces había que hacer playback para que no se notara demasiado que no me sabía el texto.
Cuando recuerdas alguna anécdota de tu padre o algo que hiciste con él cuando eras pequeño, no necesitas mucho para darte cuenta enseguida de que, para sentirte feliz a su lado, saber que lo querías con toda el alma y que estabas orgulloso/a de él, no hacía falta emprender grandes aventuras ni hacer cosas extraordinarias. Bastaba solo con salir a dar un paseo con él, cogerle de la mano o mirarle a los ojos. Nada más.
Y eso, en cierto modo, es lo que nos cuenta José María, Chema para los amigos, en este precioso relato, una historia real con la que quiere recordar de nuevo aquel maravilloso domingo que pasó junto a su padre. Aquella bonita mañana en la que simplemente fueron al Rastro a cambiar cromos, pero en la que todo acabó convirtiéndose en un día mágico que nunca ha podido olvidar…
Si buscas un regalo especial para el «Día del padre», no olvides apuntar en tu lista de preferencias a «El Retrovisor». Este «paseo emocional por la memoria» es un libro ilustrado en el que cuento, en primera persona, recuerdos sencillos pero inolvidables sobre cómo era, especialmente en los años 60, la vida familiar, la vida en el barrio, en el colegio…, o cómo eran los juegos infantiles, las vacaciones, los programas de radio y televisión, la música, el cine, el deporte…, siempre con un tono afable y desenfadado. Todos ellos son recuerdos que nos pertenecieron durante un tiempo y que, de algún modo, nos siguen perteneciendo, porque sin ellos sería difícil escribir el corto o el largo relato del camino que hemos recorrido hasta ahora.
El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria (El ojo de Poe, 2019), 304 páginas.
Si buscas un regalo especial para el «Día de la madre», no olvides apuntar en tu lista de preferencias a «El Retrovisor». Este «paseo emocional por la memoria» es un libro ilustrado en el que cuento, en primera persona, recuerdos sencillos pero inolvidables sobre cómo era, especialmente en los años 60, la vida familiar, la vida en el barrio, en el colegio…, o cómo eran los juegos infantiles, las vacaciones, los programas de radio y televisión, la música, el cine, el deporte…, siempre con un tono afable y desenfadado. Todos ellos son recuerdos que nos pertenecieron durante un tiempo y que, de algún modo, nos siguen perteneciendo, porque sin ellos sería difícil escribir el corto o el largo relato del camino que hemos recorrido hasta ahora.
El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria (El ojo de Poe, 2019), 304 páginas.
Y Dios me hizo mujer, de pelo largo, ojos, nariz y boca de mujer. Con curvas y pliegues y suaves hondonadas y me cavó por dentro, me hizo un taller de seres humanos. Tejió delicadamente mis nervios y balanceó con cuidado el número de mis hormonas. Compuso mi sangre y me inyectó con ella para que irrigara todo mi cuerpo; nacieron así las ideas, los sueños, el instinto. Todo lo que creó suavemente a martillazos de soplidos y taladrazos de amor, las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días por las que me levanto orgullosa todas las mañanas y bendigo mi sexo.
Gioconda Belli, «El ojo de la mujer. Poesía reunida» (Visor de Poesía, 1991; r2015)
* Gioconda Belli (Managua, 1948), poeta y novelista, estuvo vinculada al Frente Sandinista de Liberación Nacional de 1970 a 1994. El compromiso político y el ser y el sentir femenino son los dos temas fundamentales en una obra que ha contado desde sus comienzos con el respaldo de la crítica y del público. Gioconda Belli se encuentra entre las escritoras latinoamericanas más leídas en América y Europa. De su novela futurista Waslala se han vendido un millón de ejemplares en Alemania, 400.000 en España y se han hecho varias ediciones en Latinoamérica.
Pepín y su esposa María Luisa, poco después de casarse, paseando por la Acera del Casino de Granada.
No resulta fácil en tiempos revueltos como estos encontrar a gente de corazón grande y espíritu generoso, a personas de mirada tierna y sensible, capaces de hallar en los demás el mayor sentido de su vida.
Estoy seguro de que no hay un solo español que de pequeño, de joven o de mayor tuviera la sana costumbre de ir a cualquiera de los cines de sesión continua que había en su barrio (o en su pueblo, según localización del español en cuestión) que no los recuerde con verdadero cariño. Y es que en aquellos ya demasiado lejanos tiempos en que no andábamos muy sobrados de divertimentos, por no decir que algo justos, lo del ir al cine era toda una «aventura cotidiana» a la que resultaba difícil renunciar.
Cuando era pequeño, los lunes, al acabar el colegio, nunca solía quedarme a cambiar cromos o a jugar un rato al fútbol o al minibásket. Lo primero que hacía era ir corriendo a casa. Dejaba la cartera, cogía la merienda —por lo general, un trozo de pan con una onza de chocolate o con aceite y azúcar— y salía escopetado al cine del barrio, o sea, el Olimpia (en la foto), para ver qué ponían esa semana.
Con ocasión del estreno en el teatro Albéniz de Madrid de la majestuosa «Carmen. Ópera andaluza de cornetas y tambores», allá por 1996, tuve el honor de poder entrevistar para la revista «Paisajes desde el tren» a su director, Salvador Távora, a quien hacía ya muchos años que admiraba por su impagable trabajo al frente de La Cuadra de Sevilla, una de aquellas compañías que nacieron a finales de los 60 y comienzos de los 70 con la etiqueta de «teatro independiente», y a las que aún no se les ha rendido el homenaje que merecen.
Después de que, a mediados de los 50, las Vespas empezaron a circular por las calles españolas, tardaron poco en formar parte cotidiana del paisaje urbano de nuestras ciudades. Y es que lo de tener una de ellas no solo permitía moverse con facilidad por las ciudades y llegar hasta donde era imposible hacerlo con un coche, o sea, como ahora, sino también presumir de moderno. Y no digamos ya cuando la reluciente Vespa llevaba integrado un sidecar, que al conductor le daba aún más brillo y prestancia.
Difícil será encontrar a alguien que no recuerde aquellas tardes con toda la familia reunida alrededor de la mesa camilla escuchando la radio: concursos, canciones, comerciales, o sea, anuncios, seriales, «partes» de Radio Nacional… A las puertas aún de las primeras emisiones de TVE, habrá que convenir, desde luego, como diría la publicidad del Scattergories, que se aceptaba «radio» como «animal de compañía».
Cuando, en 1965, una diseñadora de moda británica llamada Mary Quant presentó una falda de apenas un palmo de tela, se desató la locura entre las adolescentes y jóvenes de la época. Claro que de eso a poder ponérsela había un abismo, porque, sobre todo en el caso de las chicas, en España aún no estaba el horno para bollos y la mayoría de nuestros patriarcas seguían siendo igual de conservadores y estrictos que los padres de sus padres. Y es que, en cuestiones de tolerancia, la modernidad todavía no se había instalado del todo en nuestras casas, y eso que en muchas de ellas ya había hasta televisión y lavadora. Pero, por lo visto, habían llegado antes los avances tecnológicos que los ideológicos.
Después de «fiebre del domingo por la tarde» —véase guateque— y «fiebre del sábado noche» —véase discoteca—, hubo un tiempo en el que, musical y emocionalmente, muchos nos sentíamos más argentinos, chilenos, peruanos o cubanos que franceses, alemanes, italianos o ingleses. Al fin y al cabo, compartir sentimientos, ansiedad y una misma lengua necesariamente creaba un vínculo invisible difícil de romper.
Primer contingente de emigrantes hacia Bélgica, en 1957. Foto: Manuel Iglesias (EFE)
Mientras asistimos atónitos, y a veces impasibles, a ese interminable drama de exiliados huyendo del exilio o refugiados tratando de encontrar «refugio» en fronteras que no tienen salida; migrantes de todos los colores exponiendo sus vidas en miserables pateras surcando mares revueltos; barcos de rescate Aquarius o Diciotti a la deriva sin un puerto en el que poder desembarcar su «mercancía»…, y autoridades que solo admiten invitados exclusivos en sus «casas de lujo», los recuerdos de nuestra propia tragedia humana se van poco a poco desvaneciendo.
No eran armas de destrucción masiva, desde luego, pero para utilizar aquellos «mortíferos» tirachinas artesanales había que tener un cierto «espíritu asesino», o por lo menos ganas de hacer la puñeta.
Valencia 1946 – Porta del Mar. Archivo Jacinto Aupí Agramont
Por Manuel Vicent («El País». 11-2-2018)
Conocí por primera vez la nieve el 15 de enero de 1946, a los 10 años. El día de Reyes en el cine del pueblo habían echado la película «Argel» y aun estaban Charles Boyer y Hedy Lamarr mirándose a los ojos en los cartones expuestos en la fachada del bar Nacional cuando sobre ellos empezaron a caer los primeros copos. Camino de la escuela, mientras sonaba en mi bolsa la caja de lápices Alpino, vi que la nieve caía también sobre el tiovivo y los barracones de tiro que estaban montando los feriantes para la fiesta de San Sebastián. A media tarde la nieve ya había cubierto los tejados, los campos de hortalizas, los naranjos y los nidos de los pájaros que yo me sabía. Durante toda la noche continuó nevando dentro de…
Cabalgata de Reyes Magos organizada por Radio Madrid, bajando por la calle de Alcalá, en 1959. Foto «ABC»
Desde luego, uno de los momentos más emocionantes de aquellas Navidades que de pequeños vivíamos con verdadera pasión era la Cabalgata de Reyes; o sea, el evento que nos permitía certificar por nosotros mismos que, en efecto, los Reyes Magos ya estaban en nuestra ciudad, en nuestro pueblo o en nuestro barrio para esa misma noche traernos los regalos que mejor les parecían, habida cuenta de que de los que les pedíamos por carta con tanta ilusión nunca había ni rastro.
Para empezar con buen pie el año que viene, te invito a subirte al tren de «El Retrovisor» y emprender un viaje emocional a través de la memoria, que seguro que te remonta a un tiempo lleno de momentos inolvidables.