Ya en pleno otoño y con el invierno tiritando a la vuelta de la esquina, que cuando menos te lo esperas ya está llamando a la puerta, conviene proceder de inmediato a la comprobación de las armas de calentamiento corporal con las que contamos en nuestro fondo armario, si es que el armario dispone de fondo, y si es que es menester renovar al arsenal de defensa, no vaya a ser que en uno de esos ataques imprevistos de frío intensivo se nos congele hasta el corazón y la «liemos parda».
En otros tiempos, más o menos en circunstancias similares, o sea, con el frío en ciernes, si no ya en el portal de casa, la primera medida drástica que muchas madres y abuelas tomaban era la de comenzar a tejer, según necesidades, jerséis, rebecas, bufandas, chalecos y gorros de lana, que en casa no andaba la cosa como para poder gastarse el dinero en prendas de semejante género, o en realidad de casi ningún género.
Así, con este objetivo a la vista, lo primero que solía hacerse era poner en marcha la operación «madejas de lana», que básicamente consistía en acercarse a Saldos Arias, a la planta de Oportunidades de El Corte Inglés o de Galerías Preciados o incluso a la mercería del barrio, que también solía disponer de material adecuado, para hacerse con el botín de lana que hubiese más barato, fuera cual fuera el color y si el producto en cuestión garantizaba o no que a los dos días empezaran a salirle a la prenda las poco estéticas pelotillas. Con tan apasionante aventura, uno rezaba para que, por lo menos, las madejas de lana baratas no fueran de amarillo fosforito o de verde limón, algo esencial para evitar aquello tan engañoso en el colegio de «ande yo caliente, ríase la gente».
Elegidas las madejas, y con la suerte de cara porque la correspondiente madre o abuela las hubiera comprado azules o verdes, el siguiente paso era desmadejar las madejas, es decir, convertir con paciencia aquellos manojos de lana en perfectos ovillos, que permitiesen llevar acabo con más facilidad la elaboración artesanal de la o de las prendas de lana y, a ser posible, que fueran de la nueva temporada de otoño-invierno, aunque tampoco es que se supiera muy bien cuál era la tendencia más «chic» del momento. Y, claro, el desmadejamiento traía consigo pasar tardes enteras ayudando a la susodicha madre o abuela a desmadejar, sin poder salir a jugar, lo que para un niño de la época era un auténtico drama emocional.
Pero, por fin, acabada la sufrida tarea del desmadejamiento, ya solo quedaba ponerse a confeccionar el jersey, la rebeca, el chaleco, la bufanda y el gorro con esa velocidad y pericia con la que casi todas las madres y abuelas de entonces manejaban las agujas de tejer, mientras plácidamente escuchaban la radio o veían algún programa de televisión. Cuestión bien distinta ya era si esa facilidad tejiendo permitía rizar el rizo; o sea, que el jersey o la rebeca hasta llevaran cenefas o adornos de otros colores, lo que haría que, a pesar de tantas fatigas, uno luciría una prenda preciosa, y además calentita, que al fin y al cabo era el principal objetivo de todo aquel complejo trasunto lanar.