Hoy día es fácil encontrarse con un centro comercial o un supermercado casi a la vuelta de la esquina, en los que, además, es posible comprar de todo, y con todas las opciones posibles tanto en variedad como en precio. O sea, para ser más exactos, si por ejemplo uno tiene pensado comprar leche y no sabe muy bien cuál llevarse, puede elegir tranquilamente entre fresca, entera, semidesnatada, desnatada, sin lactosa, enriquecida en calcio, con Omega-3, con gluten o sin gluten…; sin olvidar, por supuesto, las vegetales o ecológicas, tales como de avena, de soja, de arroz, de almendras.., y no sé cuantas otras más. ¡Ah, y ojo a las ofertas de precios del tipo 2×3, 3×1, la segunda a mitad de precio, etc. En definitiva, todo un galimatías, que hace que el ir a comprar a veces se convierta en un complejo tratado de «filosofía cuántica», si es que, perdóneme el respetable, algo así existe.
Cuestión bien distinta era, por supuesto, ir a comprar en aquellos tiempos ya lejanos en los que todo tenía un sentido «monotemático»; es decir, el pan se compraba en la panadería, la leche en cuestión en la lechería, la fruta en la frutería, el pescado en la pescadería, la carne en la carnicería, y así hasta múltiples posibilidades. La única tienda que tenía un carácter «multifuncional» era la de ultramarinos, pero teniendo en cuenta que la variedad era mínima, o mejor dicho, básica, a diferencia de lo que hemos relatado antes, y los precios eran inamovibles, aunque siempre había quien se atrevía a pedir una rebaja en el precio fijado por la particular «comisión de la competencia» constituida solo por el dueño de la tienda.
Eso sí, variedades y precios al margen, hay reconocer que lo que no tienen los comercios de hoy es aquel encanto de los de antaño ni, sobre todo, aquel inconfundible olor que desprendían especialmente las tiendas de ultramarinos, mezcla de especias, cecina, sardinas o bonito en lata, bacalo seco, legumbres con denominación de origen, como aquellas deliciosas judías de El Barco de Ávila, latas en conserva, aceite de oliva virgen a granel, botellines de cerveza, gaseosas, sifones, galletas de vainilla y soletillas, arenques —que, por cierto, por qué siempre estaban expuestos a la entrada de la tienda sobre un barril de madera—… y, de tarde en tarde, además de mortadela y jamón York, algún selecto embutido tipo chorizo de Cantimpalos, o queso añejo, que alimentaba con solo verlo.
El resultado, como bien es fácil adivinar, un olor difícil de describir cuya franquicia, de haber sido espabilados, se podía haber vendido a Chanel o a Christian Dior para que elaborasen un perfume selecto, que bien hubiera podido llamarse «Eau de Ultramarine», ¿o me equivoco?
De todas aquellas tiendas de ultramarinos, recuerdo especialmente las que había en el castizo barrio madrileño en el que vivía. Entre ellas, por ejemplo, «la de Don José», que ni siquiera tenía nombre, en realidad como casi todas las demás. Era la más cercana a mi casa y la atención de su dueño, Don José —cómo iba a llamarse si no—, un hombre ya entrado en años bien ataviado con su bata gris marengo y un lápiz ajustado a la oreja, o sea, dispuesto a «ajustar cuentas» en cualquier papel de estraza, era austeramente amable, eficaz y poco «fiable»; bueno, en el sentido de que fiar lo justo, que no estaba el horno para bollos, pero con quien la confianza era algo irrenunciable. Además, como bien le indicó un día mi madre, Don José tenía, con perdón, «los huevos más gordos del barrio». Es decir, no se me malinterprete, unos huevos frescos y hermosos recién traídos de una granja familiar de la que se nutrían y que de vez en cuando se ponían a la venta.
Debo reconocer, sin embargo, que la tienda de ultramarinos que más me llamaba la atención, a pesar de que estaba algo más lejos, era «la tienda verde», quizá por su bonita fachada, que conservaba la estructura original de madera con la que se había inaugurado hacía más de 25 años, y estaba pintada de un atractivo verde luminoso; de ahí el nombre con el que se la conocía en el barrio. Bueno, su fachada… y la oferta de quesos que solía tener, que parecían traídos de estraperlo. Quizá por lo cual, vaya usted a saber, en uno de sus laterales aún conservaba una huella de la guerra civil: una flecha pintada con trazo grueso, debajo de la cual podía leerse: «AL REFUGIO». ¡En fin, perfecta como decorado para una película de época!
En realidad, tanto «la tienda verde» como la de «Don José» eran como muchas de aquellas tiendas de ultramarinos que salpicaban las calles de pueblos y ciudades, y que para la mayoría de los españoles era nuestro «centro de avituallamiento», un avituallamiento, eso sí, bastante moderado, que no estaban los tiempos como para permitirse excesos alimenticios; mejor dicho, excesos, sin más.
Texto incluido en el libro «El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria» (El ojo de Poe, 2019)