Fotonovelas: pasiones y desengaños

Con la televisión aún en pañales, aunque la criatura ya empezaba a andar con paso firme y hasta ya sabía decir «mamá» y «papá», en la década de los 60 los seriales radiofónicos seguían viviendo su época dorada. Claro que, mientras la audiencia se decantaba entre uno u otro medio de entretenimiento, con lo que nadie contaba era con el arrollador impacto que de pronto empezaron a tener las «fotonovelas», con lo que también el papel ponía su granito de arena a las ansias emocionales de los españoles y, sobre todo, de las españolas, que eran las más entregadas a los desgarradores enredos amorosos.

Pues sí, como el que no quiere la cosa, a mediados de los 60 empezaron a venderse en los quioscos las llamadas «fotonovelas», que no eran sino historias románticas, de amores imposibles y pasionales, contadas por medio de fotografías. O sea, como si, por ejemplo, los protagonistas de «Ama Rosa», el popular serial radiofónico que se estrenó en la Cadena SER en 1959, hubieran sido retratados y aparecieran luego impresos en una revista.

Algo así, más o menos, eran estas populares fotonovelas, que, en los años 70, arrasaban entre las chicas, que eran las que mayoritariamente las leían, tal vez porque entonces eran más sensibles y sentimentales que los chicos, o porque a estos les ruborizaba expresar sus emociones, que para todo había en la viña del Señor.

Sobre todo, las que más éxito tenían eran las de «Corín Tellado»; es decir, las que contaban esas emocionantes historias escritas por la prolífica María del Socorro Tellado López, Corín Tellado para los amigos, toda una experta en novela rosa, género en el que se movía como pez en el agua y en el que llegó a publicar alrededor de 4.000 títulos y vender ¡más de 400.000.000 ejemplares!

Pues de Corín Tellado, en efecto, eran las fotonovelas más populares, cuyos títulos lo decían todo: «Me siento decepcionada», «Me gustaría estar contigo», «Te amo, Eduardo», «Mi marido lo sabía», «Confundí tu cobardía», «No te merezco», «Me gustaría estar contigo»… y tantos y tantos más de este calibre. Historias, en definitiva, donde lo normal era descubrir enredos amorosos, pasiones desmedidas, engaños y desengaños, y tramas por el estilo que atenazaba el corazón de quien las leía y le secaba la garganta. Eso sí, siempre protagonizadas por chicos guapísimos, por los que las lectoras suspiraban, y chicas no menos guapísimas, pero que no parecían creérselo del todo.

Lo que no sé muy bien es hasta cuándo las fotonovelas tuvieron éxito. Tampoco importa demasiado. Lo único cierto es que, aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que no había mesilla de noche que no guardara una de aquellas revistas ni espíritu sensible que se resistiera a vivir apasionadamente cualquiera de sus historias.

Texto incluido en el libro El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria (El ojo de Poe, 2019)

¿Jugamos al tacón?

El bueno de Mariano, el zapatero del barrio, del que ya hemos hablado en otra ocasión, o hablaremos en cualquier momento, era nuestro principal suministrador de material para que, especialmente en verano, pudiéramos jugar «al tacón». Bueno, salvo que alguno en su casa pudiera hacerse con el tacón de algún zapato —de «caballero», eso sí— ya en fase de liquidación que ni siquiera Mariano pudiera arreglar.

En realidad, el del tacón no era sino uno de los muchos juegos que nos inventábamos para pasar el rato con los amigos, habida cuenta de que no contábamos con más medios que la imaginación y los objetos con los que buenamente pudiéramos hacernos. Es decir, como lo que hacíamos con las canicas, la lima, las tabas o las chapas, pero esta vez usando simplemente los tacones de los zapatos de hombre aunque, por qué no, bien se podríamos haber jugado con el zapato completo.

Por lo demás, las reglas del juego eran bastante sencillas, al menos de la forma que los chicos de mi barrio jugábamos, porque he podido comprobar en mi ardua labor documental que en otros lares se jugaba también de otro modo, aunque siempre utilizando la misma herramienta. En nuestro caso, solo había dos maneras. La primera, dibujando con tiza una línea a cierta distancia, del tal modo que se llevaba el botín, del que luego hablaremos, el que consiguiera lanzar el tacón y ponerlo lo más cerca posible de la misma o incluso rozándola. La segunda consistía igualmente en lanzar el tacón, pero tratando de dejarlo encima del tacón de otro jugador. Para todo ello, por cierto, se requería a veces decorar convenientemente los tacones, incrustándoles incluso chinchetas, de tal modo que pudieran escurrirse mejor en el asfalto.

¡Ah!, y el botín. Pues, como en todos los juegos que se preciasen, los «valiosos» cromos de la colección que estuviésemos haciendo ese momento, por lo general de la Liga de fútbol o de la Vuelta ciclista a España. Así, que mi tacón era el que estaba más cerca de la línea de tiza, pues a darme cromos los demás. Que otro jugador colocaba su tacón a un palmo del mío, pues a darle mis cromos a él. Y así una tarde tras otra, convenientemente alternada con un montón de juegos más, de los que ya iremos hablando en otras ocasiones.

Posdata

La foto aclara perfectamente qué parte del zapato se utilizaba para jugar al tacón. Se ruega encarecidamente a todo aquel que disponga de imágenes que ilustren con exactitud cómo se jugaba, lo haga saber a la mayor brevedad posible a la autoridad competente.

La radio. «Ustedes son formidables»

Difícil será encontrar a alguien que no recuerde aquellas tardes con toda la familia reunida alrededor de la mesa camilla escuchando la radio: concursos, canciones, comerciales, o sea, anuncios, seriales, «partes» de Radio Nacional… A las puertas aún de las primeras emisiones de TVE, habrá que convenir, desde luego, como diría la publicidad del Scattergories, que se aceptaba «radio» como «animal de compañía».

En la década de los 50 la radio seguía viviendo su época dorada, de modo que aquellas enormes radios a válvulas ocupaban un lugar central en los hogares de los españoles. Al fin y al cabo, eran como una ventana sonora a través de la cual podían asomarse a divertidos concursos con patrocinio incluido, como «Avecrem llama a su puerta» o «La fiesta de La Casera»; entretenidos programas de variedades, como «Cabalgata fin de semana»; solidarios, como «Ustedes son formidables»; musicales, como «Peticiones del oyente»; infantiles, deportivos, informativos… y, por supuesto, aquellos inolvidables seriales, como «Diego Valor», «Ama Rosa», «Matilde, Perico y Periquín»…, que eran seguidos con entusiasmo por millones de oyentes.

Por supuesto, detrás de todos esos programas estaban las voces inconfundibles de Bobby Deglané, uno de los grandes renovadores de la radio en España, Matías Prats, José Luis Pecker, Pepe Iglesias «El Zorro», Alberto Oliveras, Juana Ginzo, Maltilde Vilariño, ambas en el cuadro de actores de la Cadena SER, y tantas otras, que sin duda forman parte de la memoria sonora de muchos españoles.

ASÍ LO VIVIMOS
Gerardo P.

Recuerdo, a pesar de que yo era niño, a Bobby Deglané, con su voz tan característica. Buenos recuerdos de entonces. La radio era otro mundo, mi madre me recordó siempre que me veía con la oreja pegada a ella. ¡Y qué radios, madre mía! Enormes, de madera y telas doradas con esos botones grandísimos, preciosidades todas ellas.

Mari Carmen B.

La radio fue compañera de mi niñez. Siempre estaba sonando en casa, informando, relatando aquellos seriales como «Simplemente María», «Lucecita», «Matilde, Perico y Periquín», la consejera Elena Francis… ¡¡¡¡Qué felices recuerdos!!!!

Liber S.

Recuerdo tardes oyendo las novelas (después de haber hecho las tareas escolares), «El consultorio de Elena Francis», «Peter Gay», «Amores decisivos», «Matilde, Perico y Periquín», «Ustedes son formidables», etc. Una radio con unos anuncios cantados que eran una auténtica historia, ¡ja, ja! Me sigue gustando la radio, pero ha cambiado todo tanto…

Mercedes S.

Yo recuerdo la hora del «parte» (noticias), que nos hacían estar callados, del «Pajarito Pinzón», «Ustedes son formidables», Elena Francis… Hoy en día sigo enamorada de la radio. En la cama la prefiero a la tele, me pongo mi radio hasta que me duermo.

Pilar M.

¡Qué grandes recuerdos! Con la radio descubrimos la música, noticias, novelas, los cuentos, que eran lo que más me gustaban por ser tan niña… Siempre estaba encendida. ¡¡¡Maravillosos recuerdos rodeada de mi familia!!!

Texto extraído del libro Queridos recuerdos de los años 50 y 60 (Senior Expert S.L., Madrid 2017).

Tienda de ultramarinos: todo en uno

Hoy día es fácil encontrarse con un centro comercial o un supermercado casi a la vuelta de la esquina, en los que, además, es posible comprar de todo, y con todas las opciones posibles tanto en variedad como en precio. O sea, para ser más exactos, si por ejemplo uno tiene pensado comprar leche y no sabe muy bien cuál llevarse, puede elegir tranquilamente entre fresca, entera, semidesnatada, desnatada, sin lactosa, enriquecida en calcio, con Omega-3, con gluten o sin gluten…; sin olvidar, por supuesto, las vegetales o ecológicas, tales como de avena, de soja, de arroz, de almendras.., y no sé cuantas otras más. ¡Ah, y ojo a las ofertas de precios del tipo 2×3, 3×1, la segunda a mitad de precio, etc. En definitiva, todo un galimatías, que hace que el ir a comprar a veces se convierta en un complejo tratado de «filosofía cuántica», si es que, perdóneme el respetable, algo así existe.

Cuestión bien distinta era, por supuesto, ir a comprar en aquellos tiempos ya lejanos en los que todo tenía un sentido «monotemático»; es decir, el pan se compraba en la panadería, la leche en cuestión en la lechería, la fruta en la frutería, el pescado en la pescadería, la carne en la carnicería, y así hasta múltiples posibilidades. La única tienda que tenía un carácter «multifuncional» era la de ultramarinos, pero teniendo en cuenta que la variedad era mínima, o mejor dicho, básica, a diferencia de lo que hemos relatado antes, y los precios eran inamovibles, aunque siempre había quien se atrevía a pedir una rebaja en el precio fijado por la particular «comisión de la competencia» constituida solo por el dueño de la tienda.

Eso sí, variedades y precios al margen, hay reconocer que lo que no tienen los comercios de hoy es aquel encanto de los de antaño ni, sobre todo, aquel inconfundible olor que desprendían especialmente las tiendas de ultramarinos, mezcla de especias, cecina, sardinas o bonito en lata, bacalo seco, legumbres con denominación de origen, como aquellas deliciosas judías de El Barco de Ávila, latas en conserva, aceite de oliva virgen a granel, botellines de cerveza, gaseosas, sifones, galletas de vainilla y soletillas, arenques —que, por cierto, por qué siempre estaban expuestos a la entrada de la tienda sobre un barril de madera—… y, de tarde en tarde, además de mortadela y jamón York, algún selecto embutido tipo chorizo de Cantimpalos, o queso añejo, que alimentaba con solo verlo.

El resultado, como bien es fácil adivinar, un olor difícil de describir cuya franquicia, de haber sido espabilados, se podía haber vendido a Chanel o a Christian Dior para que elaborasen un perfume selecto, que bien hubiera podido llamarse «Eau de Ultramarine», ¿o me equivoco?

De todas aquellas tiendas de ultramarinos, recuerdo especialmente las que había en el castizo barrio madrileño en el que vivía. Entre ellas, por ejemplo, «la de Don José», que ni siquiera tenía nombre, en realidad como casi todas las demás. Era la más cercana a mi casa y la atención de su dueño, Don José —cómo iba a llamarse si no—, un hombre ya entrado en años bien ataviado con su bata gris marengo y un lápiz ajustado a la oreja, o sea, dispuesto a «ajustar cuentas» en cualquier papel de estraza, era austeramente amable, eficaz y poco «fiable»; bueno, en el sentido de que fiar lo justo, que no estaba el horno para bollos, pero con quien la confianza era algo irrenunciable. Además, como bien le indicó un día mi madre, Don José tenía, con perdón, «los huevos más gordos del barrio». Es decir, no se me malinterprete, unos huevos frescos y hermosos recién traídos de una granja familiar de la que se nutrían y que de vez en cuando se ponían a la venta.

Debo reconocer, sin embargo, que la tienda de ultramarinos que más me llamaba la atención, a pesar de que estaba algo más lejos, era «la tienda verde», quizá por su bonita fachada, que conservaba la estructura original de madera con la que se había inaugurado hacía más de 25 años, y estaba pintada de un atractivo verde luminoso; de ahí el nombre con el que se la conocía en el barrio. Bueno, su fachada… y la oferta de quesos que solía tener, que parecían traídos de estraperlo. Quizá por lo cual, vaya usted a saber, en uno de sus laterales aún conservaba una huella de la guerra civil: una flecha pintada con trazo grueso, debajo de la cual podía leerse: «AL REFUGIO». ¡En fin, perfecta como decorado para una película de época!

En realidad, tanto «la tienda verde» como la de «Don José» eran como muchas de aquellas tiendas de ultramarinos que salpicaban las calles de pueblos y ciudades, y que para la mayoría de los españoles era nuestro «centro de avituallamiento», un avituallamiento, eso sí, bastante moderado, que no estaban los tiempos como para permitirse excesos alimenticios; mejor dicho, excesos, sin más.

Texto incluido en el libro «El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria» (El ojo de Poe, 2019)