«Los Intocables»… de Eliot Ness

¡Ojo a la que se nos venía encima! De pronto, en la primera escena del primer capítulo de una serie de la que casi nada habíamos oído hablar hasta entonces, dos tipos, pistola y ametralladora en mano, entran en una peluquería-barbería y, después de darles las pertinentes felicitaciones a los clientes, se lían a tiro limpio con ellos. Así, como el que no quiere la cosa. Acto seguido: presentación de la serie, protagonistas y título del capítulo, «El trono vacío». Inmediatamente después segunda escena, en la que una voz en off cuenta que, el 5 de mayo de 1932, el famoso gánster Al Capone, detenido por evasión de impuestos, va camino de prisión, donde cumplirá una condena de once años… ¿Qué, cómo te quedas?

Pues impactados, como íbamos a quedarnos después de este explosivo arranque de la serie «Los Intocables», allá por 1964, o sea, justo un año después de que dejara de emitirse en EE UU, lo cual tampoco nos importaba demasiado. Lo realmente importante es que, a partir de entonces, nos esperaban otros 113 episodios que, si eran tan impactantes como el primero, prometían ser más que emocionantes. ¡Y vaya si cumplieron su promesa! Las aventuras y desventuras del implacable agente especial Eliot Ness —protagonizado por Robert Stack, que se convirtió casi en un miembro más de la familia— y su equipo de «intocables» agentes del tesoro, que luchan denodadamente contra el crimen organizado en el Chicago de los años 30, nos dejaron sin respiración.

«Los Intocables», por supuesto, tardó poco en convertirse en una de las series favoritas de los telespectadores españoles, de modo que llegó incluso a emitirse en «horario estelar», que entonces era la noche de los sábados, privilegio que sinceramente desconozco si hoy sigue manteniéndose. En todo caso, fuera cual fuese el día en que podíamos verla, allí estábamos impertérritos frente al televisor para disfrutar de 50 minutos de acción y suspense, durante los no dejaban de sucederse gánsteres y criminales sin escrúpulos, malvados sicarios del tráfico de güisqui que ya no sabían que hacer por saltarse a la torera la Ley Seca, y todo tipo de personajes de la más abyecta calaña. Pero, por fortuna, ahí están Eliot Ness y sus chicos, que no dejaban pasar una —no me refiero solo a botella de güisqui, que también—, así que no había caso que les resistiese ni delincuente al que no acabaran finalmente trincando. ¡Ah, y sin recibir un solo rasguño!, de ahí probablemente el nombre de «intocables».

Desde luego, ¡qué tranquilos nos quedábamos cada vez que terminaba un capítulo! De nuevo la ley y el orden, o sea, los buenos, volvían a triunfar, y los canallas, o sea, los malos, a pagar por sus tropelías! Así que otra noche que dormiríamos a pierna suelta y quién saber si a soñar que éramos Eliot Ness y, sin miramientos, atrapábamos a los malotes del colegio, esos que nos quitaban el balón de fútbol cuando jugábamos en el recreo. ¡Sí, qué tranquilidad!

«Mantenga limpia España»

Si mis fuentes de información no me engañan, algo a lo que no siempre puedo dar crédito, en 1964, o sea, mientras curiosamente celebrábamos con verdadero entusiasmo el triunfo de la Selección Española de Fútbol en la Eurocopa celebrada en Madrid —entonces denominada Copa de Naciones—, la campaña «Mantenga limpia España», promovida por el «activo» Ministerio de Información y Turismo, andaba a pleno rendimiento.

De hecho, según fuentes oficiales, estaba teniendo un gran éxito, debido principalmente a la buena acogida que estaban cosechando los anuncios de radio creados para tal fin, lo que se traducía en que se estaban consiguiendo «reducir los desperdicios callejeros y otros usos poco higiénicos». De lo que ya no tengo constancia es de si también se estaba logrando su principal finalidad, es decir, como señalaba el diario «La Vanguardia», «crear un espíritu de solidaridad y respeto mutuo entre los ciudadanos para el común disfrute de las cosas comunes», lo cual ya parecía una misión imposible.

Ahora, lo que si es evidente es que el susodicho Ministerio tenía denodado interés en que lo de mantener limpia España calase honda entre los españoles, especialmente porque el incremento progresivo del turismo estaba resultando más que notable, y era menester que cuando los turistas nos visitaran se encontraran con un país «limpio como la patena».

Por eso, el 23 de noviembre de 1965, se puso en marcha la segunda fase de esta ambiciosa campaña de limpieza, que fue presentada a bombo y platillo en el Club Internacional de la Prensa. Como recogía la edición del periódico «ABC» del día siguiente: «El director general de Radio y Televisión, señor Aparicio Bernal, expuso el nuevo programa que se trata de desarrollar activamente con un interesantísimo material publicitario, que en gran parte proyectarán los dos canales de televisión». Además, seguía relatando la noticia del evento, «otra nueva experiencia será la difusión de películas cinematográficas, en las que se enseña cómo la limpieza no es un imperativo social de lujo». ¿Impresionante, eh?

Pues ahí no quedaba la cosa, porque —me tomo la libertad de seguir utilizando la muy fiable fuente de «ABC»— «paralela a esta actividad se iniciarán concursos de ámbito nacional en escuelas y cuarteles y también entre Ayuntamientos y Corporaciones locales, que son, en definitiva, quienes tienen que hacer suya la idea de la campaña y promover la instalación de los servicios sanitarios de higiene o de limpieza y el control y el mantenimiento de los mismos».

Desde luego, mucho más no se podía hacer. Bueno, algo sí, porque pronto se aprovechó lo de limpiar el país para extender la recomendación a la ciudad, al pueblo y al campo —lo de mantener limpia la casa de cada uno creo que ya era una cuestión particular—, y hasta la empresa de juguetes Congost sacó un juego de mesa con el nombre de «Mantenga limpia España», que seguro que hoy día tendría un gran éxito, ¿o será que me estoy liando un poco y ya no sé en qué época vivo?

Semana Santa: Pasión y penitencia

La mirada (Madrid, 1968). Foto: © Peter Vitte (Archivo Memoria de Madrid)

La llegada de la Semana Santa se recibía con entusiasmo por los más pequeños y, por supuesto, con recogimiento y devoción por los mayores. Para los primeros eran días de vacaciones y, por si fuera poco, en casa no solían faltar torrijas, pestiños, buñuelos o huevos de Pascua, que realmente estaban para chuparse los dedos.

Además, la festividad no empezaba nada mal, con ese luminoso Domingo de Ramos que llenaba las puertas de las iglesias de ramas de olivo y de palmas, muchas de las cuales luego decoraban los balcones de las casas, y la multitudinaria procesión de la Borriquilla. Pero lo realmente trascendente comenzaba el lunes de Pasión. Ese día, todo cambiaba por completo, como si de pronto se apagaran las luces y se hiciera de noche. De hecho, en la radio solo había música clásica y en la televisión únicamente se retransmitían procesiones y se emitían películas de romanos, de modo que había que volver a ver por enésima vez «Barrabás», «Quo vadis» o «Ben Hur». Y encima no se podía comer carne, que en eso de respetar la vigilia la mayoría de los españoles eran bastante respetuosos.

A decir verdad, con todo aquel decorado, al que había que añadir penitentes, pasos, cirios, saetas, cornetas y tambores, la Semana Santa imponía a los más pequeños. Y no digamos cuando la procesión era la del Silencio, en la que lo único que se escuchaba era el ruido sordo de las cadenas de los penitentes arrastrándose por el asfalto. ¡Para no pegar ojo en toda la noche! Menos mal que solo eran seis días de «penitencia», y el Domingo de Resurrección se producía el gran milagro: casi todo volvía a su ser y, sobre todo, a los cines llegaban los últimos estrenos, que era unas de las mayores alegrías que entonces podían darnos.

Texto recogido en «El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria» (El ojo de Poe, 2019).

Carta a mi primo Juan

Querido Juan:

No sé si a estas alturas de la película tal vez debería llamarte Don Juan, lo que no sería nada descartable, teniendo en cuenta que ya tienes a tu lado a tu particular Doña Inés, aunque la verdad es que, para alguien que se doctoró en la universidad de la calle, el Don está de más. Así que seguiré llamándote Juan o quizá Enriquito, como hace poco me dijiste que te gustaría que volvieran a llamarte, por eso de que, cuando eras un niño, era la manera de dejar meridianamente claro que eras hijo de Enrique.

Ahora bien, para serte sincero, para mí siempre fuiste Juanito, mi primo Juanito, aquel a quien de pequeño veía como un superhéroe, pero sin capa ni espada, todo sea dicho, que tampoco es que te hicieran falta. O esa al menos era la impresión que yo tenía cada vez que, en verano, iba a la casa de mis abuelos en Granada; para más señas, en el callejón de Aguirre, asomada a la calle de Elvira. Curiosamente, la misma calle en la que trabajabas con tu padre en su marmolería, y de la que muchas mañanas te veía salir todo embadurnado de blanco hasta las cejas, con esa envidiable musculatura que te permitía cargar con una enorme piedra de mármol, luciendo unas camisetas ajustadas con las que daba gusto verte, y moviéndote como pez en el agua subido a tu preciosa Vespa. Eso sin contar las innumerables veces en las que venías a recogernos con tu furgoneta, a mí y a otros miembros del clan familiar, para subirnos a Sierra Nevada, y allí pasar un día inolvidable, coronando el pico del Veleta o bañándonos en la Laguna de las Yeguas.

Con todos esos ingredientes, era inevitable que un niño como yo no pensara que su primo Juanito era un auténtico superhéroe. Algo así como un Jabato o un Capitán Trueno, pero no de tebeo, sino real como la vida misma. Creo incluso que en más de una ocasión llegué a pensar que, cuando fuera un mozalbete hecho y derecho, me gustaría ser como él; o sea, como tú, a quien he de confesar que continúo teniendo entre mis héroes favoritos, por no decir el más favorito de todos, y hasta alguien a quien parecerme cuando sea mayor. Es decir, un poco más mayor que ahora. Y es que, además de compartir contigo dos de tus grandes amores, como Granada y la poesía, lo que en el fondo es lo mismo, también me gustaría compartir contigo tu fuerza de voluntad, tu denodado esfuerzo por querer a los demás y, sobre todo, tus infinitas ganas de seguir viviendo cada día, cueste lo que cueste.

¡Ah!, y feliz cumpleaños, Don Juan, digo, Juan, Juanito o Enriquito, que entre tantos bonitos recuerdos ya casi se me olvidaba que de nuevo te toca añadir un año más a tu preciosa vida, como así creo que tú la ves, en la compañía inseparable de tus familiares y amigos.

Tu primo Pepito, aquel que de pequeño quería ser como tú

«Los invasores», seres extraterrestres de un planeta agonizante

¡Ojo a lo que iba contando una voz en off durante la presentación de cada capítulo de la serie «Los invasores». Atentos, porque no tiene desperdicio: «Los invasores, seres extraterrestres de un planeta agonizante. Su destino: la Tierra. Su propósito conquistar el planeta. David Vincent sabe que los invasores ya están aquí y que han adoptado forma humana. De algún modo, Vincent ha de convencer a este mundo descreído de que la pesadilla ha comenzado. David Vincent tiene que luchar, en solitario, con una raza de invasores de otra galaxia y, por si fuera poco, enfrentarse a un enemigo aún más difícil de vencer: el escepticismo del resto de la humanidad. Cualquiera puede ser un invasor: el policía al que pide ayuda, el periodista que se interesa por la historia, la chica con la que cree haber ligado… Vincent no se puede fiar de nadie, la persona menos pensada puede ser uno de los invasores de los que escapa a la vez que persigue».

Desde luego, no es difícil adivinar el cuerpo que se nos quedaba mientras escuchábamos este premonitorio apocalipsis y el miedo que empezábamos a sentir antes incluso de que empezara cada capítulo, lo que no impidió que, durante el tiempo en que se emitió la serie, entre 1967 y 1968, nos engancháramos completamente a ella. Y es que cómo dejar solo al pobre David Vincent (Roy Thinnes), arquitecto de profesión, tratando de convencer a los demás de que unos extraterrestres con forma humana habían invadido la Tierra y de que, además, querían acabar con él para que no lo revelase. Por más que lo intentaba y por más pruebas que lo demostraban, no había manera de que alguien lo creyese. A nosotros casi nos daban ganas de colarnos por la pequeña pantalla para decirle a la gente a la cara que era verdad lo que contaba David —así lo llamábamos porque ya llegamos a tener una cierta confianza con él—. «¡Pero alma de Dios —les habríamos dicho—, pero si hasta ha visto cómo ha aterrizado un OVNI en la Tierra!».

Aunque, a medida que avanzaba la serie, por fin David Vincent iba logrando convencer a algunas personas de lo de la invasión, nosotros seguíamos desesperándonos, más aún después de saber que podía distinguirse a un invasor porque el dedo meñique de su mano derecha —o izquierda, no recuerdo bien— lo tenía rígido. ¡Vamos, vamos, esa sí que era la prueba definitiva! Yo creo que nos acabamos creyendo tanto lo que pasaba en la serie, que incluso en nuestra vida real empezamos a fijarnos si había personas a nuestro alrededor que tuvieran así el dedo meñique y, por tanto, a sospechar que fueran invasores. ¡Qué momentos de tensión pasamos aquellos dos años dentro y fuera de la pantalla!

Ahora que recuerdo todo lo que vivimos alrededor de la serie «Los invasores», comprendo bien cómo fue posible que, en 1938, Orson Wells provocara el pánico general durante la emisión radiofónica de «La guerra de los mundos», una adaptación de la novela de H. G. Wells, que contaba que EE UU estaba siendo invadido por un ejército de alienígenas.

Si es que hay que ver con qué facilidad nos convences a los ciudadanos de a pie, ya sea con extraterrestres de por medio, hipotecas, promesas electorales o participaciones preferentes.

Fotonovelas: pasiones y desengaños

Con la televisión aún en pañales, aunque la criatura ya empezaba a andar con paso firme y hasta ya sabía decir «mamá» y «papá», en la década de los 60 los seriales radiofónicos seguían viviendo su época dorada. Claro que, mientras la audiencia se decantaba entre uno u otro medio de entretenimiento, con lo que nadie contaba era con el arrollador impacto que de pronto empezaron a tener las «fotonovelas», con lo que también el papel ponía su granito de arena a las ansias emocionales de los españoles y, sobre todo, de las españolas, que eran las más entregadas a los desgarradores enredos amorosos.

Pues sí, como el que no quiere la cosa, a mediados de los 60 empezaron a venderse en los quioscos las llamadas «fotonovelas», que no eran sino historias románticas, de amores imposibles y pasionales, contadas por medio de fotografías. O sea, como si, por ejemplo, los protagonistas de «Ama Rosa», el popular serial radiofónico que se estrenó en la Cadena SER en 1959, hubieran sido retratados y aparecieran luego impresos en una revista.

Algo así, más o menos, eran estas populares fotonovelas, que, en los años 70, arrasaban entre las chicas, que eran las que mayoritariamente las leían, tal vez porque entonces eran más sensibles y sentimentales que los chicos, o porque a estos les ruborizaba expresar sus emociones, que para todo había en la viña del Señor.

Sobre todo, las que más éxito tenían eran las de «Corín Tellado»; es decir, las que contaban esas emocionantes historias escritas por la prolífica María del Socorro Tellado López, Corín Tellado para los amigos, toda una experta en novela rosa, género en el que se movía como pez en el agua y en el que llegó a publicar alrededor de 4.000 títulos y vender ¡más de 400.000.000 ejemplares!

Pues de Corín Tellado, en efecto, eran las fotonovelas más populares, cuyos títulos lo decían todo: «Me siento decepcionada», «Me gustaría estar contigo», «Te amo, Eduardo», «Mi marido lo sabía», «Confundí tu cobardía», «No te merezco», «Me gustaría estar contigo»… y tantos y tantos más de este calibre. Historias, en definitiva, donde lo normal era descubrir enredos amorosos, pasiones desmedidas, engaños y desengaños, y tramas por el estilo que atenazaba el corazón de quien las leía y le secaba la garganta. Eso sí, siempre protagonizadas por chicos guapísimos, por los que las lectoras suspiraban, y chicas no menos guapísimas, pero que no parecían creérselo del todo.

Lo que no sé muy bien es hasta cuándo las fotonovelas tuvieron éxito. Tampoco importa demasiado. Lo único cierto es que, aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que no había mesilla de noche que no guardara una de aquellas revistas ni espíritu sensible que se resistiera a vivir apasionadamente cualquiera de sus historias.

Texto incluido en el libro El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria (El ojo de Poe, 2019)

¿Jugamos al tacón?

El bueno de Mariano, el zapatero del barrio, del que ya hemos hablado en otra ocasión, o hablaremos en cualquier momento, era nuestro principal suministrador de material para que, especialmente en verano, pudiéramos jugar «al tacón». Bueno, salvo que alguno en su casa pudiera hacerse con el tacón de algún zapato —de «caballero», eso sí— ya en fase de liquidación que ni siquiera Mariano pudiera arreglar.

En realidad, el del tacón no era sino uno de los muchos juegos que nos inventábamos para pasar el rato con los amigos, habida cuenta de que no contábamos con más medios que la imaginación y los objetos con los que buenamente pudiéramos hacernos. Es decir, como lo que hacíamos con las canicas, la lima, las tabas o las chapas, pero esta vez usando simplemente los tacones de los zapatos de hombre aunque, por qué no, bien se podríamos haber jugado con el zapato completo.

Por lo demás, las reglas del juego eran bastante sencillas, al menos de la forma que los chicos de mi barrio jugábamos, porque he podido comprobar en mi ardua labor documental que en otros lares se jugaba también de otro modo, aunque siempre utilizando la misma herramienta. En nuestro caso, solo había dos maneras. La primera, dibujando con tiza una línea a cierta distancia, del tal modo que se llevaba el botín, del que luego hablaremos, el que consiguiera lanzar el tacón y ponerlo lo más cerca posible de la misma o incluso rozándola. La segunda consistía igualmente en lanzar el tacón, pero tratando de dejarlo encima del tacón de otro jugador. Para todo ello, por cierto, se requería a veces decorar convenientemente los tacones, incrustándoles incluso chinchetas, de tal modo que pudieran escurrirse mejor en el asfalto.

¡Ah!, y el botín. Pues, como en todos los juegos que se preciasen, los «valiosos» cromos de la colección que estuviésemos haciendo ese momento, por lo general de la Liga de fútbol o de la Vuelta ciclista a España. Así, que mi tacón era el que estaba más cerca de la línea de tiza, pues a darme cromos los demás. Que otro jugador colocaba su tacón a un palmo del mío, pues a darle mis cromos a él. Y así una tarde tras otra, convenientemente alternada con un montón de juegos más, de los que ya iremos hablando en otras ocasiones.

Posdata

La foto aclara perfectamente qué parte del zapato se utilizaba para jugar al tacón. Se ruega encarecidamente a todo aquel que disponga de imágenes que ilustren con exactitud cómo se jugaba, lo haga saber a la mayor brevedad posible a la autoridad competente.

La radio. «Ustedes son formidables»

Difícil será encontrar a alguien que no recuerde aquellas tardes con toda la familia reunida alrededor de la mesa camilla escuchando la radio: concursos, canciones, comerciales, o sea, anuncios, seriales, «partes» de Radio Nacional… A las puertas aún de las primeras emisiones de TVE, habrá que convenir, desde luego, como diría la publicidad del Scattergories, que se aceptaba «radio» como «animal de compañía».

En la década de los 50 la radio seguía viviendo su época dorada, de modo que aquellas enormes radios a válvulas ocupaban un lugar central en los hogares de los españoles. Al fin y al cabo, eran como una ventana sonora a través de la cual podían asomarse a divertidos concursos con patrocinio incluido, como «Avecrem llama a su puerta» o «La fiesta de La Casera»; entretenidos programas de variedades, como «Cabalgata fin de semana»; solidarios, como «Ustedes son formidables»; musicales, como «Peticiones del oyente»; infantiles, deportivos, informativos… y, por supuesto, aquellos inolvidables seriales, como «Diego Valor», «Ama Rosa», «Matilde, Perico y Periquín»…, que eran seguidos con entusiasmo por millones de oyentes.

Por supuesto, detrás de todos esos programas estaban las voces inconfundibles de Bobby Deglané, uno de los grandes renovadores de la radio en España, Matías Prats, José Luis Pecker, Pepe Iglesias «El Zorro», Alberto Oliveras, Juana Ginzo, Maltilde Vilariño, ambas en el cuadro de actores de la Cadena SER, y tantas otras, que sin duda forman parte de la memoria sonora de muchos españoles.

ASÍ LO VIVIMOS
Gerardo P.

Recuerdo, a pesar de que yo era niño, a Bobby Deglané, con su voz tan característica. Buenos recuerdos de entonces. La radio era otro mundo, mi madre me recordó siempre que me veía con la oreja pegada a ella. ¡Y qué radios, madre mía! Enormes, de madera y telas doradas con esos botones grandísimos, preciosidades todas ellas.

Mari Carmen B.

La radio fue compañera de mi niñez. Siempre estaba sonando en casa, informando, relatando aquellos seriales como «Simplemente María», «Lucecita», «Matilde, Perico y Periquín», la consejera Elena Francis… ¡¡¡¡Qué felices recuerdos!!!!

Liber S.

Recuerdo tardes oyendo las novelas (después de haber hecho las tareas escolares), «El consultorio de Elena Francis», «Peter Gay», «Amores decisivos», «Matilde, Perico y Periquín», «Ustedes son formidables», etc. Una radio con unos anuncios cantados que eran una auténtica historia, ¡ja, ja! Me sigue gustando la radio, pero ha cambiado todo tanto…

Mercedes S.

Yo recuerdo la hora del «parte» (noticias), que nos hacían estar callados, del «Pajarito Pinzón», «Ustedes son formidables», Elena Francis… Hoy en día sigo enamorada de la radio. En la cama la prefiero a la tele, me pongo mi radio hasta que me duermo.

Pilar M.

¡Qué grandes recuerdos! Con la radio descubrimos la música, noticias, novelas, los cuentos, que eran lo que más me gustaban por ser tan niña… Siempre estaba encendida. ¡¡¡Maravillosos recuerdos rodeada de mi familia!!!

Texto extraído del libro Queridos recuerdos de los años 50 y 60 (Senior Expert S.L., Madrid 2017).

Tienda de ultramarinos: todo en uno

Hoy día es fácil encontrarse con un centro comercial o un supermercado casi a la vuelta de la esquina, en los que, además, es posible comprar de todo, y con todas las opciones posibles tanto en variedad como en precio. O sea, para ser más exactos, si por ejemplo uno tiene pensado comprar leche y no sabe muy bien cuál llevarse, puede elegir tranquilamente entre fresca, entera, semidesnatada, desnatada, sin lactosa, enriquecida en calcio, con Omega-3, con gluten o sin gluten…; sin olvidar, por supuesto, las vegetales o ecológicas, tales como de avena, de soja, de arroz, de almendras.., y no sé cuantas otras más. ¡Ah, y ojo a las ofertas de precios del tipo 2×3, 3×1, la segunda a mitad de precio, etc. En definitiva, todo un galimatías, que hace que el ir a comprar a veces se convierta en un complejo tratado de «filosofía cuántica», si es que, perdóneme el respetable, algo así existe.

Cuestión bien distinta era, por supuesto, ir a comprar en aquellos tiempos ya lejanos en los que todo tenía un sentido «monotemático»; es decir, el pan se compraba en la panadería, la leche en cuestión en la lechería, la fruta en la frutería, el pescado en la pescadería, la carne en la carnicería, y así hasta múltiples posibilidades. La única tienda que tenía un carácter «multifuncional» era la de ultramarinos, pero teniendo en cuenta que la variedad era mínima, o mejor dicho, básica, a diferencia de lo que hemos relatado antes, y los precios eran inamovibles, aunque siempre había quien se atrevía a pedir una rebaja en el precio fijado por la particular «comisión de la competencia» constituida solo por el dueño de la tienda.

Eso sí, variedades y precios al margen, hay reconocer que lo que no tienen los comercios de hoy es aquel encanto de los de antaño ni, sobre todo, aquel inconfundible olor que desprendían especialmente las tiendas de ultramarinos, mezcla de especias, cecina, sardinas o bonito en lata, bacalo seco, legumbres con denominación de origen, como aquellas deliciosas judías de El Barco de Ávila, latas en conserva, aceite de oliva virgen a granel, botellines de cerveza, gaseosas, sifones, galletas de vainilla y soletillas, arenques —que, por cierto, por qué siempre estaban expuestos a la entrada de la tienda sobre un barril de madera—… y, de tarde en tarde, además de mortadela y jamón York, algún selecto embutido tipo chorizo de Cantimpalos, o queso añejo, que alimentaba con solo verlo.

El resultado, como bien es fácil adivinar, un olor difícil de describir cuya franquicia, de haber sido espabilados, se podía haber vendido a Chanel o a Christian Dior para que elaborasen un perfume selecto, que bien hubiera podido llamarse «Eau de Ultramarine», ¿o me equivoco?

De todas aquellas tiendas de ultramarinos, recuerdo especialmente las que había en el castizo barrio madrileño en el que vivía. Entre ellas, por ejemplo, «la de Don José», que ni siquiera tenía nombre, en realidad como casi todas las demás. Era la más cercana a mi casa y la atención de su dueño, Don José —cómo iba a llamarse si no—, un hombre ya entrado en años bien ataviado con su bata gris marengo y un lápiz ajustado a la oreja, o sea, dispuesto a «ajustar cuentas» en cualquier papel de estraza, era austeramente amable, eficaz y poco «fiable»; bueno, en el sentido de que fiar lo justo, que no estaba el horno para bollos, pero con quien la confianza era algo irrenunciable. Además, como bien le indicó un día mi madre, Don José tenía, con perdón, «los huevos más gordos del barrio». Es decir, no se me malinterprete, unos huevos frescos y hermosos recién traídos de una granja familiar de la que se nutrían y que de vez en cuando se ponían a la venta.

Debo reconocer, sin embargo, que la tienda de ultramarinos que más me llamaba la atención, a pesar de que estaba algo más lejos, era «la tienda verde», quizá por su bonita fachada, que conservaba la estructura original de madera con la que se había inaugurado hacía más de 25 años, y estaba pintada de un atractivo verde luminoso; de ahí el nombre con el que se la conocía en el barrio. Bueno, su fachada… y la oferta de quesos que solía tener, que parecían traídos de estraperlo. Quizá por lo cual, vaya usted a saber, en uno de sus laterales aún conservaba una huella de la guerra civil: una flecha pintada con trazo grueso, debajo de la cual podía leerse: «AL REFUGIO». ¡En fin, perfecta como decorado para una película de época!

En realidad, tanto «la tienda verde» como la de «Don José» eran como muchas de aquellas tiendas de ultramarinos que salpicaban las calles de pueblos y ciudades, y que para la mayoría de los españoles era nuestro «centro de avituallamiento», un avituallamiento, eso sí, bastante moderado, que no estaban los tiempos como para permitirse excesos alimenticios; mejor dicho, excesos, sin más.

Texto incluido en el libro «El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria» (El ojo de Poe, 2019)

Al calor del brasero

Por desgracia, incluso a principios de los años 60, había muy pocos hogares españoles que pudieran presumir de tener calefacción, ni individual ni central, así que el tema de calentarse en días de frío andaba algo cruda. El caso era que la bombona de butano hacía ya unos cuantos años que había empezado a venderse pero, por lo que podía constatarse, lo de comprarse una estufa que utilizase tan noble método de energía no parecía que aún estuviera al alcance de todo el mundo, o tal vez era que todavía costaba apuntarse a las nuevas «tecnologías» y muchos preferían seguir utilizando el carbón y la leña, que esas sí que eran «energía limpias y naturales».

Y sí, cuando en pleno invierno uno iba a casa de alguien, lo más normal era que a lo primero que te invitasen fuera a sentarte a la mesa camilla, al calor del brasero, y arroparte bien con aquellas gruesas faldas que la cubrían, porque hacía un frío que pelaba y esa era la mejor, por no decir la única, forma de calentarse. Bueno, eso o que la vivienda en cuestión tuviese una pequeña chimenea o una estufa de leña, lo que podía ser probable  siempre y cuando la casa estuviera en el pueblo, donde también el brasero se hacía imprescindible.

En fin, y volviendo a este último, lo que era evidente era que calentar, lo que se dice calentar, claro que calentaba el dichoso brasero que ardía debajo de la mesa camilla. En realidad, cuando llevabas un buen rato bajo sus faldas, empezabas a notar un achicharramiento en las piernas de efectos infernales, que a veces podía hacerte imaginar la sensación que tendría san Lorenzo mientras estaba siendo martirizado en la parrilla. Y eso llevando pantalones, porque en el caso de las mujeres, si iban con falda, lo más normal era que el chasqueado de las brasas les produjeran «cabrillas» en las piernas, o sea, unas manchas que parecían un rebaño de ovejas o de cabras, lo que explicaba la lógica del término.

El problema, sin embargo, no era solo que uno pudiera acabar quemado a lo bonzo, o incluso que las faldas se prendieran y la casa entera acabada chamuscada, sino que, cuando te levantabas para ir, por ejemplo, a la cocina o al cuarto de baño, la sensación de frío se multiplicaba por cuatro. Algo así como si, después de un tiempo cociéndote bajo el sol, te metieras en una cámara frigorífica.

Pero era lo que había, qué se le iba a hacer. Ya llegarían mejores tiempos, pensábamos, en los que, por lo menos, pudieran comprarse estufas de butano o, mejor aún, instalarse radiadores en toda la casa y calentarlos con gas natural o electricidad, y hasta regular la temperatura como uno quisiera. Claro que eso, en aquellos años, aún era ciencia ficción, así que a seguir avivando las brasas, no vaya a ser que se apaguen y nos helemos de frío.  

Texto extraído de mi libro El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria (El ojo de Poe, 2019).

Operación Palomares ¡Aquí no pasa nada!

«El 17 de enero de 1966 amaneció con cielo azul, mar picado y fuertes rachas de viento. El sol del invierno apenas calentaba el desierto de Almería. A las 9:22 horas de la mañana (hora Zulu, es decir, hora de Londres), cuatro aviones militares se divisan desde la pedanía de Palomares (Almería) como tantas otras veces desde el comienzo de la llamada Guerra Fría. Pero ese día algo era diferente…».

Con este tono casi de película de suspense «basada en hechos reales» arrancaba Miguel G. Corral su crónica sobre el ya célebre suceso acaecido en Palomares hace ya más de cincuenta años, publicada en el diario «El Mundo» el 15 de enero de 2016, y que casi siempre por esas fechas vuelve a rememorarse con todo lujo de detalles, conocidos y aún sin conocer. ¡Y no es para menos! Si no, que se lo digan a los tranquilos habitantes de la zona a los que, sin comerlo ni beberlo, les sacudió la alarmante noticia de que un bombardero (B-52) y un avión cisterna (KC-135) de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos habían colisionado en el aire, justo cuando sobrevolaban la costa de Almería, exactamente en el espacio aéreo de la localidad de Palomares. ¡Así, desde luego, cómo se iba a mantener limpia España!

Lo malo, además, no era solo eso, sino que, al parecer, el B-52 transportaba cuatro bombas nucleares, dos de las cuales se habían roto en pedazos, desplomándose algunos de ellos al mar, con el consiguiente peligro radioactivo que ello podía provocar. El susto, como es de imaginar, fue mayúsculo y, aunque inmediatamente se comunicó que no había peligro alguno para la población, el lamentable incidente dejó a muchos con la mosca detrás de la oreja. Por eso, y para que la sensación de preocupación o de miedo no se propagara, el entonces ministro de Información y Turismo, D. Manuel Fraga Iribarne, no tuvo mejor ocurrencia que comparecer en bañador, el 7 de marzo de 1966, ante los medios de comunicación nacionales e internacionales para darse un chapuzón en la playa donde se había producido el incidente aéreo, y además en compañía del embajador de EE UU, Angier Biddle Duke.

Por descontado, aquella intrépida aparición playera de Don Manuel, en pleno invierno, a lo «superhéroe», resultó casi más impactante que la colisión de los dos aviones en el aire, pero, por lo que se ve, era la única manera de hacer ver a los españoles que todo aquel incidente solo había sido un pequeño contratiempo, y que de los pedazos de las bombas caídos al mar y de los peligros radioactivos, nada de nada. El agua de la playa, como él y el embajador estadounidense bien pudieron comprobar en primera persona, estaba limpia y saludable, e incluso algo más calentita de lo habitual para la época del año que era. ¡Vamos, en su punto!

A pesar de aquella esperpéntica escenificación, los rumores sobre todo lo sucedido no dejaron de propagarse durante largo tiempo, y hasta hubo protestas de los vecinos de la localidad, tímidas eso sí, quizás porque todo nos parecía demasiado surrealista como para ser verdad. Incluso hoy día, a los más de cincuenta años del incidente, y cuando ha quedado demostrado que, en efecto, hubo riesgo de peligro radioactivo, hay quien sigue creyendo que algo más nos ocultaron. ¿Y no sería quizás que Don Manuel se engulló los trozos de bomba para que no hubiera rastro de ellos, de ahí su longevidad y su zigzagueante manera de moverse?

Texto incluido en el libro El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria (El Ojo de Poe, 2019)

Las rebajas: guerra sin cuartel

Según parece, cuando, a partir de los años 40, comenzó a desatarse la «guerra fratricida» entre Galerías Preciados y El Corte Inglés, los dos grandes almacenes que entonces monopolizaban el comercio en algunas capitales, surgieron lo que se dio en llamar «las rebajas»; o sea, importantes descuentos de precios en la mayoría de los artículos, con el fin de atraer con atractivas ofertas a más compradores. Y así hasta hoy, o casi, que aún se ignoraba que, con el tiempo, también se instalarían los «días sin IVA», los «8 Días de Oro», el «Black Friday», el «Cyber Monday»… y tantos otros inventos comerciales cuyo único objetivo es vender, cueste lo que cueste, y nunca mejor dicho.

La diferencia entonces era que las rebajas, tanto las de verano como las de invierno, eran todo un acontecimiento, que muchos aguardaban con impaciencia para realizar las compras que antes no podían hacerse. El problema en muchos casos er que, con esas, hasta que no llegaban las rebajas había que aguantarse con aquellas zapatillas dos números menores que hacían los pies polvo. ¡Y así hasta el año próximo!

Bueno, tampoco parecen igual las rebajas de hoy que las de hace años, cuando se recuerdan con pavor aquellas «batallas descarnadas» entre clientes que solían desencadenarse el día mismo en que se daba el pistoletazo de salida, y aun en los días siguientes al «gran desembarco». La lucha por conseguir el pantalón, la falda o el vestido que tanto se deseaban era terrible. Había incluso veces en la que los compradores implicados, además de tirar con fuerza de la prenda en cuestión, aprovechaban para tirar también de los pelos del «enemigo», que como si de un tesoro irrenunciable se tratara.

De todo ello siempre se hacían eco los medios de comunicación, pues el momento lo merecía. Hasta el noticiario NO-DO hablaba, en 1967, del «campeonato de compradores en las rebajas», lo que daba buena muestra del nivel competitivo que tenían, en comercios y en clientes.

Primeras campanadas en TVE

Especial fin de año 1968 en TVE

«La Nochevieja de 1962, TVE retransmitió por primera vez las campanadas desde la Puerta del Sol. Hasta entonces, el clásico ritual de tomarse las uvas a las 12 se limitaba a las emisiones radiofónicas, a los relojes de pared del salón poco fiables, o a los escandalosos vecinos que no faltaban a su cita de fin de año y, de paso, nos avisaban de que 1963 hacía su triunfal entrada y era preciso brindar por un sueño más que cumplir».

Texto extraído de mi libro Nacimos en 1949. Queridos recuerdos… de nuestra infancia y adolescencia (de 1949 a 1967) (Plus es más / Buenas Letras, 2014)

«Siente un pobre a su mesa»

En los años 50, el régimen franquista puso en marcha la famosa campaña «Siente un pobre a su mesa», cuya finalidad no era otra que impulsar el espíritu solidario de los españoles; o sea, «en fechas tan señaladas» —a saber, la Navidad—, promover en el pueblo un sentimiento de caridad cristiana hacia los más necesitados.

Como avezado observador de la realidad que era, aquella campaña dio pie a Luis García Berlanga para hacer una divertida película, pero llena de crítica e ironía, que fuese «un devastador retrato social de la época», como señala Miguel Ángel Palomo, crítico del diario «El País». Con esos mimbres, y con la inestimable colaboración del excepcional guionista Rafael Azcona, en 1961 realizó «Plácido», una comedia negra y esperpéntica con la que Berlanga seguía fiel a su humorística pero mordaz forma de contemplar la realidad cotidiana de aquella España que sobrevivía a duras penas, tal y como hasta entonces ya había hecho con «Bienvenido, Mister Marshall» (1953), «Los jueves, milagro» (1957), y posteriormente haría con «El verdugo» (1963).

La película en cuestión, nominada por cierto al Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1962, narraba la iniciativa de la Junta de Damas de una pequeña ciudad de provincias de poner en marcha una campaña solidaria en Navidad patrocinada por el fabricante de ollas Cocinex. Como bien señala el lema de este acto de caridad cristiana, «Siente un pobre a su mesa», su finalidad es lograr que en Nochebuena las familias acomodadas de la localidad acojan a un pobre para compartir la cena. ¡Qué menos!

A partir de ahí, el ingenio de Berlanga y de Azcona van entrelazando una rocambolesca historia, tan dramática y cruda como divertida, en la que relucen con luz propia todos los actores que intervienen en la película. Entre ellos destaca especialmente Cassen, que da vida al desesperado Plácido, que necesita como sea conseguir el dinero para pagar la primera letra de su motocarro, al que acompañan José Luis Vázquez, Elvira Quintillá, Julia Caba Alba, Manuel Alexandre, Amparo Soler Leal, José Orjas, Agustín González… y tantos otros; todos ellos espléndidos cómicos que, durante aquellos difíciles años de sequía, dignificaron el cine español.

Bien está, por tanto, en estas «fechas tan señaladas» como la Navidad, o lo que se tercie, volvamos a ver «Plácido», tal vez para que nos ayude a recuperar el espíritu navideño que promulga el filme y, de paso, dejar que aflore en nosotros la sonrisa y el gusto por el buen cine. ¡Ah!, y, por supuesto, lo de sentar a un pobre a la mesa ya queda en manos de la conciencia solidaria de cada cual.

Texto incluido en el libro El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria (El Ojo de Poe, 2019)

Buscando a Chencho desesperadamente

¡Hay que ver las Navidades que nos hizo pasar el dichoso Chencho en 1962! Sí, Chencho, el más pequeño de los quince hijos del matrimonio formado por Carlos Alonso (Alberto Closas) y Mercedes Cebrián (Amparo Soler Leal), que se extravía en la Plaza Mayor de Madrid cuando iba de paseo junto a su abuelo (José Isbert) y varios de sus hermanos para disfrutar del ambiente navideño.

Yo creo que en mi familia no llorábamos tanto desde la muerte de la madre de Bambi. Así que el disgusto que nos pillamos fue de órdago. Por fortuna, todo se acaba felizmente resolviendo, y este triste suceso deja paso al resto de divertidos enredos que se suceden en la película La gran familia, estrenada para más inri el 20 de diciembre de 1962, en plena Navidad, en el cine Lope de Vega de Madrid.

Sofocos al margen, la película, todo sea dicho, fue un verdadero éxito. Y la verdad es que tenía todos los ingredientes para que así fuera, empezando por lo complicado y, a la vez, divertido que resultaba ver cómo se las apañaba una familia de nada menos que quince hijos, cada uno con su historia particular, sus emociones y necesidades según su edad.

Todo eso, desde luego, era lo que hacía que la película fuera tan agradable de ver. Y, por supuesto, sus entrañables personajes, empezando por los sufridos padres, Carlos y Mercedes, y acabando por el abuelo, que como siempre bordaba el genial José Isbert, y el padrino, que interpretaba con su inimitable vis cómica José Luis López Vázquez.

En fin, una película deliciosa, quizá demasiado inocentona vista hoy día, pero de las que gustaba ir a ver para sonreír un rato y hasta «sufrir». ¿A que sí, Chencho?

«El fugitivo». ¡Como pille al manco!

Hay que ver la de sofocos que, durante casi cuatro años, nos hizo pasar el bueno de Richard Kimble (David Janssen), aquel pediatra al que acusan injustamente de haber matado a su esposa. Pero si el día del asesinato él había visto salir de su casa a un tipo al que le faltaba un brazo, ¿cómo es posible que la policía no le creyese?

Así que al pobre Dr. Kimble no le quedó otra solución que huir de la justicia para tratar de encontrar al malísimo manco, que se escurría como una serpiente. Para ello, no tenía más remedio que moverse sin parar de un sitio a otro, escondiéndose como podía y utilizando todos los disfraces posibles, mientras a él le seguía el rastro el implacable teniente Philip Gerard (Barry Morse), el policía que se había empeñado en volver a detener a Kimble. ¡Desde luego, había que tener mala uva!

Pues esa era la trama de El fugitivo, aquella inolvidable serie de televisión estadounidense que empezó a emitirse en nuestro país en 1965, y que tuvo un éxito de los que hacen época. Durante los 120 capítulos que duró, que se dice pronto, cada noche de emisión congregaba a millones de espectadores, que asistíamos atónitos a aquella emocionante persecución, en la que el Dr. Kimble buscaba desesperadamente al manco, mientras por detrás cada vez se le acercaba más el testarudo teniente Gerard.

Con todos esos ingredientes que nos ponían de los nervios, no es de extrañar que el día de la emisión del último capítulo de El fugitivo, las calles de toda España se quedaran vacías. No había bicho viviente que no estuviera pendiente de saber quién pillaba a quién, y así poder resolver de una vez por todas aquella encrucijada que nos tenía en ascuas.

Eso sí, cuando acabó la serie nos quedamos huérfanos de mancos, médicos y policías, aunque también es cierto que por fin pudimos destensarnos un poco porque, si dura otros veinte capítulos, a más de uno le hubiera dado un infarto.

«Urgencias», crónica de un amor anunciado

Acaba de ver la luz mi nueva novela, Urgencias, una sencilla historia de amor con aspiraciones a convertirse en un emotivo cuento de hadas. Con una España de los 50 más onírica que real como telón de fondo, la novela es un cálido y apacible viaje sentimental de ida y vuelta que discurre de la mano de Manuel y Agustina, sus dos protagonistas casi únicos, a quienes el destino ha sentenciado a vivir eternamente juntos y para los que la vida el uno sin el otro no tiene sentido. Si se tratase de una película, podría decirse que Urgencias en un completo flashback, en el que cada capítulo es un largo plano secuencia sin solución de continuidad.

De qué va…

Manuel, a quien sus más de ochenta años hacía tiempo que le venían pasando factura, ingresa con una dolencia cardíaca en el servicio de Urgencias del Hospital Virgen los Milagros, como tantas otras veces, por lo demás. Para él, sin embargo, ese es el menor de sus problemas. Y es que, desde que llegó en compañía de su esposa, no ha vuelta a verla ni a saber de su paradero. Mientras se resuelve el enigma de su extraña desaparición, por su cabeza comienzan a desfilar todos esos momentos, dulces y amargos, que ha compartido con su mujer desde el mismo día que la conoció, un Domingo de Ramos, a la salida de la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia: el inesperado y mágico escenario en el que comienza esta historia de amor al que sus corazones sentenciaron, ya desde su más tierna adolescencia, a cumplir una condena de una eternidad y un día.

Urgencias (Libros Indie, 2023)

21 de noviembre: ¡Solo ante el tallaje!

Dos eldenses haciéndose eco de la muerte de Franco

¡Vaya por Dios! No había días en todo el año, y va y el 21 de noviembre de 1975, que ya es casualidad, me toca ir a eso que se llamaba «tallarse», o sea, a ver si te daban o no el visto bueno para ir a la «mili»; mejor dicho, al Servicio Militar, para darle un tono más serio al asunto, que por aquel entonces todavía era obligatorio, como ir a la escuela, echarte novia y hacerte un hombre de provecho.

Como es fácil adivinar, aquel día me levanté aún con el susto en el cuerpo después de la noticia del fallecimiento, el día anterior, de Francisco Franco, quien hasta entonces supuestamente había ejercido de jefe del Estado o de algo similar, que muchos todavía no hemos acertado a descifrar. Y, como también es fácil suponer, incluso lo de salir a la calle daba un cierto repelús, teniendo en cuenta que no sabía muy bien si podía armarse la gorda o si la gorda ya se había armado con anterioridad y ahora solo quedaba empezar un plan rápido de adelgazamiento, o sea, otro «régimen» dietético, que el anterior no parecía haber funcionado demasiado bien.

Con semejante panorama, no tuve más remedio que ponerme en marcha ese día, aunque un poco a cámara lenta, que ni la cabeza ni el cuerpo estaban para muchos sobresaltos. En mi caso, además, como supongo que en el de muchos, el destino quiso que ese inquietante 21 de noviembre tuviera cita para personarme en la Junta Municipal del distrito Centro de Madrid, donde, según constaba en el escrito administrativo recibido unos días antes, debía proceder a lo de tallarme, paso previo para emprender el «glorioso» camino hacia el Servicio Militar.

Ni que decir tiene que el corto trayecto que separaba mi casa de la susodicha Junta se me hizo eterno, como si más que recorrer unos cientos de metros estuviera haciendo el Camino de Santiago completo por la ruta de Roncesvalles. Por las calles, como era previsible, no circulaban demasiados vehículos ni demasiados viandantes, o esa impresión me daba, que a veces me sentía como Gary Cooper en «Solo ante el peligro»,o mejor dicho, «solo ante el tallaje». Además, para que nada me distrajera del susto con el que había salido de casa, me parecía como si a cada paso se multiplicasen los quioscos de prensa, empapelados hasta las cejas con las portadas de todos los periódicos dando cumplida cuenta de la impactante noticia que nos había sacudido el día anterior.

Pero por fin, después de aquella interminable «travesía del desierto», logré llegar intacto a mi destino, sin haber sufrido un solo rasguño. Ya frente a la puerta de entrada a la Junta Municipal, solo me cupo la duda de saber si allá arriba, en la primera planta, habría alguien esperándome o si el edificio habría sido tomado al asalto y un batallón de fuerzas armadas hasta los dientes me impedirían el paso, como en la leyenda de «El Álamo», que tanto me gustaba ver en las películas.

Pues no, todo parecía estar extrañamente tranquilo. Eso sí, un silencio sepulcral, lógico por otra parte, invadía todo el edificio, al que con la misma resignación unos habían acudido a realizar gestiones ordinarias y otros, como un servidor, a tallarse para ser «convalidado» como apto para, el día de mañana, servir fiel y ardorosamente a la patria, calificación que por cierto no obtuve. Eso que me ahorre, pues, a partir de entonces, el miedo fue poco a poco despareciendo de nuestros cuerpos y lo de patria, afortunadamente, comenzó a tener otro significado, que sería preciso no defender con tanto valor y ahínco.

«Cine Exin. El cine sin fin»

Después de una amplia experiencia en el ámbito audiovisual con instrumentos de «alto nivel tecnológico» como el sencillo pero mágico caleidoscopio, las pedagógicas filminas, las cámaras fotográficas de juguete del tipo cabeza de cerdito saliendo del objetivo o, más aún, el sofisticado «Airgamcolor Proyector con Caleidoscopio», no al alcance de cualquiera, la culminación de tan prolija carrera audiovisual se produjo cuando en casa de muchos niños entró por la puerta grande el «Cine Exin» que, como insistentemente señalaba su publicidad, permitía disfrutar de «cine sin fin».

Comercializado en 1971 por la empresa juguetera española Exin, como era fácil deducible, en cuyo catálogo había —y probablemente continúa habiendo— juguetes tan famosos como «Madelman», «Exin Castillos», «Tente», «Meccano» y hasta Scalextric, aunque de este último solo se encargaba de su distribución, desde luego el «Cine Exin» fue todo un acontecimiento para posibles cineastas en ciernes o para futuros cinéfilos, aunque de ambas vocaciones aún no tuvieran constancia. Y es que, tras el primer impacto de ver un aparato semejante, acto seguido se hacía honor al lema publicitario, es decir, a no dejar de ver películas del Pato Donald, de Mickey, de Tom y Jerry, de Piolín o de Goofy, que eran las más solicitadas, y además con el gusto que daba manejarlo al gusto del consumidor. En este punto conviene aclarar, no obstante, que cada película apenas si duraba un minuto, de modo que lo de no parar de verlas era de pura lógica, si es que se quería pasar una tarde entretenida enfrascado con aquel artilugio.

En realidad, aunque entonces parecía lo contrario, el «Cine Exin» no era más que un relativamente sencillo proyector de 8 mm, cuyo funcionamiento tenía pocos secretos: abrirlo, colocarle las pilas, encenderlo, enganchar con mucho cuidado la bobina de celuloide a un carrete vacío para asegurarse de que no se saliese —al menos en la primera versión, la naranja, porque en la segunda, la azul, las películas venían en un cartucho más fácil de instalar—, y con una simple manivela proyectar las imágenes bien sobre la pared, bien sobre una sábana blanca convenientemente colocada a modo de gran pantalla de cine. Así de fácil. Además, disponía de «ralentí, acelerado, paro de imagen y marcha atrás», como bien constaba en la caja, lo que hacía que ver una película fuera aún más divertido, porque permitía mil y una maneras de hacerlo: adelante, atrás, más rápido, más despacio… Vamos, como la famosa «moviola» que más tarde se haría famosa para analizar las jugadas conflictivas de un partido de fútbol. ¡Ah!, y una última aclaración, por si alguien no lo tiene claro o no lo recuerda bien: las películas no tenían sonido, salvo el insufrible soniquete de la manivela, que ese si que no era mudo.

Conclusión: Cómo no iba a ser el «Cine Exin» el origen de cinéfilos empedernidos o de grandes directores de cine. Si es que era de cajón que algo bueno traería consigo.

A mi amiga y compañera Paz. In memoriam

Aún me cuesta comprender que te hayas ido, así, sin más, sin que nos haya dado tiempo a despedirnos de ti y haber compartido contigo algún que otro secreto, cualquier ocurrencia tonta o simplemente un beso, un abrazo o una sonrisa cómplice. Lo que me cuesta menos entender es que hayas querido marcharte en silencio, sin decir nada, sin previo aviso, seguramente por esa convicción tuya de compartir solo la felicidad y la alegría, y guardarte para ti sola el dolor, las adversidades y las penas, que sé que, de tarde en tarde y muy a tu pesar, también te soliviantaban.

Me duele en el alma que te hayas ido en contra de tu voluntad; que el maldito destino te haya traicionado arrebatándote la vida, sin tan siquiera haberte pedido permiso. Precisamente a ti, que amabas la vida con tanta pasión y tanta valentía, que jamás habías cejado en el empeño de luchar por seguir viviendo cada día, por muchos obstáculos que hubiera habido en tu camino, por mucho que te hubiera costado continuar transitando por esa montaña rusa en la que se había convertido tu vida.

No tengas la menor duda, Paz, de que jamás te olvidaremos, estés donde hayas decidido estar. Y es que nos será imposible no recordar esa sonrisa tuya con la que cada mañana nos saludabas, trayéndonos un resplandeciente soplo de alegría, una impagable manera de decirnos que, a pesar de todo, merecía la pena seguir viviendo, continuar teniendo sueños por los que combatir a brazo partido, blandiendo las armas que hicieran falta.

Descansa en paz, compañera, que ya iba siendo hora de que estuvieras tranquila, sin que nada te estrese, nada ni nadie te altere o te haga daño. Y no te preocupes por los que aquí seguimos con los pies en la tierra; bastará con que de vez en cuando nos eches una ojeada y compruebes que, aunque solo nos hayas dejado tu alma y te hayas llevado tu cuerpo, cada mañana nos seguiremos despertando con la imborrable imagen de esa preciosa sonrisa tuya con la que, cada día, nos dejabas claro que, pase lo que pase y pese a quien le pese, la vida a veces puede ser maravillosa.

Raymond Burr como Perry Mason

Vistas como andan las cosas hoy día en nuestro país, con tantas tramas judiciales de todos los colores y para todos los gustos, la verdad es que nos vendría nada mal tener a un nuevo Perry Mason en casa; o sea, a aquel experto abogado que, en los años 50 y 60, era el protagonista de una de las series de TV que más éxito tenía.

Interpretada por Raymond Burr, un gran actor con aspecto de tipo implacable y seguro de sí mismo, «Perry Mason», en efecto, batió récords de audiencia y nos permitió casi doctorarnos en derecho, teniendo en cuenta todo lo que aprendíamos, en cada capítulo, en los juicios en los que el susodicho abogado tenía que defender un difícil caso, generalmente con un complejo asesinato de por medio, de esos que daban para un argumento lleno de enredos, intrigas y misterios.

Perry Mason, que no se olvide, contaba para resolver sus casos con dos eficaces ayudantes, el detective Paul Drake (William Hopper) y la guapa secretaria Della Street (Barbara Hale). Y, ojo al dato: su mayor enemigo no era un asesino a sueldo, sino el propio fiscal del distrito; sí, el fiscal, un tan Hamilton Burger (William Talman) –no confundir con el dueño de la cadena de comida rápida–, que se empeñaba en oponerse sistemática al bueno de Perry, como si le fuera la vida en ello. Pero ¿de qué me suena a mí todo esto?

«Perry Mason», por cierto, se estrenó en EE UU en 1957, aunque la serie no llegó a España hasta octubre de 1960. Eso sí, aquí pudimos disfrutar de ella durante los nueve años que estuvo en antena, lo que se tradujo en unos 300 capítulos, que ya es decir. ¡Vamos, como un «Cuéntame cómo pasó»!

Desde luego, la serie merecía la pena. Todos los capítulos tenían gran interés, aunque en aquel tiempo todo nos parecía pura ficción. ¡Quién nos lo hubiera dicho años después! Y buena prueba de ello es que obtuvo numerosas nominaciones a los premios Emmy, y los de mejor actor a Raymond Burr, y el de mejor actriz a Barbara Hale. Qué, ¿cómo te quedas?

Luis Aragonés, El Sabio de Hortaleza

Luis Aragonés era uno de esos jugadores y entrenadores insustituibles, tanto dentro como fuera del terreno de juego, porque muy pocos han sabido más que él sobre el fútbol y sus circunstancias.

Según Jorge Sánchez y Toboso Casanova: «Luis Aragonés era el elemento más desestabilizador del ataque rojiblanco. Era un gran rematador de cabeza por su altura y su llegada al área rival se apoyaba en su gran golpeo. Esto último lo convertía en un extraordinario lanzador de faltas». Desde luego, una descripción perfecta de la manera de jugar de aquel mediocentro que, en la temporada 1964-65, llegó al Atlético de Madrid procedente del Real Betis Balompié para quedarse de por vida en el club rojiblanco, como jugador y como entrenador. Bien es cierto que, a lo largo de su trayectoria profesional, dirigió a otros clubes y fue un gran seleccionador nacional, pero jamás dejó de ser colchonero, formara o no parte del cuerpo técnico. Y, por descontado, siempre tuvo, y seguirá teniendo, un lugar privilegiado en el corazón de los atléticos. El Zapatones, apodo con el que empezó a ser conocido por su peculiar manera de andar, antes de ser El Sabio de Hortaleza —el barrio madrileño en el que se crió—, fue sin duda el alma de aquel Atlético que tantas alegrías le dio a la afición rojiblanca durante muchos años, lo que acabó por convertirlo en una inolvidable leyenda rojiblanca, alguien capaz de marcar un antes y un después en la historia colchonera.

EL TRIUNFO DEL «TIQUI-TACA»

Aquel fútbol de toque que impuso Luis Aragonés, y que acabó siendo conocido popularmente como el «tiqui-taca», fue la esencia de aquella inolvidable selección en la que especialmente destacaban «los bajitos», como Xavi e Iniesta, que acabó obrando el milagro de ganar, cuarenta y cuatro años después, la Eurocopa de 2008, celebrada, del 7 al 29 de junio, en Austria y Suiza.

SELECCIONADORES ESPAÑOLES CON MÁS PARTIDOS

1. Vicente del Bosque (2008-2016): 108

2. Ladislao Kubala (1969-1980): 68

3. Miguel Muñoz (1982-1988): 63

4. Javier Clemente (1992-1998): 62

5. Luis Aragonés (2004-2008): 54

6. José Antonio Camacho (1998-2002): 44

7. Luis Suárez (1988-1991): 27

8. José Santamaría (1980-1982): 24

9. Iñaki Sáez (2002-2004): 23

10. José María Mateos (1922-1933): 23

Texto extraído de El libro de oro del fútbol (B. Senior Expert, 2023)

Invierno «a punto»

Ya en pleno otoño y con el invierno tiritando a la vuelta de la esquina, que cuando menos te lo esperas ya está llamando a la puerta, conviene proceder de inmediato a la comprobación de las armas de calentamiento corporal con las que contamos en nuestro fondo armario, si es que el armario dispone de fondo, y si es que es menester renovar al arsenal de defensa, no vaya a ser que en uno de esos ataques imprevistos de frío intensivo se nos congele hasta el corazón y la «liemos parda».

En otros tiempos, más o menos en circunstancias similares, o sea, con el frío en ciernes, si no ya en el portal de casa, la primera medida drástica que muchas madres y abuelas tomaban era la de comenzar a tejer, según necesidades, jerséis, rebecas, bufandas, chalecos y gorros de lana, que en casa no andaba la cosa como para poder gastarse el dinero en prendas de semejante género, o en realidad de casi ningún género.

Así, con este objetivo a la vista, lo primero que solía hacerse era poner en marcha la operación «madejas de lana», que básicamente consistía en acercarse a Saldos Arias, a la planta de Oportunidades de El Corte Inglés o de Galerías Preciados o incluso a la mercería del barrio, que también solía disponer de material adecuado, para hacerse con el botín de lana que hubiese más barato, fuera cual fuera el color y si el producto en cuestión garantizaba o no que a los dos días empezaran a salirle a la prenda las poco estéticas pelotillas. Con tan apasionante aventura, uno rezaba para que, por lo menos, las madejas de lana baratas no fueran de amarillo fosforito o de verde limón, algo esencial para evitar aquello tan engañoso en el colegio de «ande yo caliente, ríase la gente».

Elegidas las madejas, y con la suerte de cara porque la correspondiente madre o abuela las hubiera comprado azules o verdes, el siguiente paso era desmadejar las madejas, es decir, convertir con paciencia aquellos manojos de lana en perfectos ovillos, que permitiesen llevar acabo con más facilidad la elaboración artesanal de la o de las prendas de lana y, a ser posible, que fueran de la nueva temporada de otoño-invierno, aunque tampoco es que se supiera muy bien cuál era la tendencia más «chic» del momento. Y, claro, el desmadejamiento traía consigo pasar tardes enteras ayudando a la susodicha madre o abuela a desmadejar, sin poder salir a jugar, lo que para un niño de la época era un auténtico drama emocional.

Pero, por fin, acabada la sufrida tarea del desmadejamiento, ya solo quedaba ponerse a confeccionar el jersey, la rebeca, el chaleco, la bufanda y el gorro con esa velocidad y pericia con la que casi todas las madres y abuelas de entonces manejaban las agujas de tejer, mientras plácidamente escuchaban la radio o veían algún programa de televisión. Cuestión bien distinta ya era si esa facilidad tejiendo permitía rizar el rizo; o sea, que el jersey o la rebeca hasta llevaran cenefas o adornos de otros colores, lo que haría que, a pesar de tantas fatigas, uno luciría una prenda preciosa, y además calentita, que al fin y al cabo era el principal objetivo de todo aquel complejo trasunto lanar.

¡La estudiantina llegó…!

Tuna de la Universidad Laboral de Sevilla, entre cuyos miembros está nada menos que el cantante y compositor José Luis Perales. Como indica el pie de foto de la web en la que puede verse (http://tunacomunicacionesusmp.blogspot.com/2013/07/), «cerca a la torre hacia la derecha, asoma su cabeza casi escondido».

Un año más, en las fiestas de la localidad próxima a Madrid en la que vivo, asisto «atónito», por decirlo de alguna manera, al ¡Festival de Tunas! Y la pregunta que siempre me hago es casi inevitable: ¿pero la tuna no era una especie en extinción, de la que ya solo quedan algunos ejemplares sueltos en hábitats universitarios protegidos? Pues no, ahí siguen, aunque parezca increíble. Y, además, las que continúan subsistiendo, que por lo visto son numerosas, mantienen viva la tradición hasta el último detalle.

En concreto, las tunas de este festival suelen ser las de las facultades de Derecho, Ingeniero de Caminos e Ingenieros Industriales, lo que significa que sus miembros, por si fuera poco, son ávidos estudiantes, y, además, van impecablemente ataviados; o sea, con toda la indumentaria y los accesorios propios del «tunante»: pantalón bombacho corto, chaquetilla y capa, banda sobre los hombros, escudos y relucientes cintas de colores. ¡Ah!, y por supuesto pertrechados con todo el instrumental adecuado: guitarras, bandurrias, acordeón, bandera ondeando y, por descontado, la risueña pandereta, que, como es obligado, sigue siendo ejecutada por el más danzarín y simpático del grupo.

Quizá la única diferencia con lo que acontecía en décadas pasadas es que ahora uno se encuentra a una tuna, si es que se la encuentra, ocasionalmente, mientras que antes había «tunantes» por todos sitios: en la calle, bodas, comuniones y bautizos, en bares y garitos de cualquier condición, películas, programas de TV…, ya fuera en el extranjero o dentro del país, porque, viajara adonde uno viajara, allí había una tuna para recordarte que eras español. Sin ir más lejos, recuérdese, por ejemplo, aquella popular película titulada «Pasa la tuna» (1965), protagonizada nada menos que por José Luis y su Guitarra. De esta última, o sea, de la guitarra, desconozco si obtuvo algún premio actoral o fue nominada a él.

Eso sí, lo único que cada año echo de menos es que ninguna de la tunas participantes en el emotivo festival interpreta «Clavelitos», que, dicho sea de paso, debería imponerse como canción obligada en su repertorio, so pena de multa por incumplimiento de las normas más básica. En fin…, cuánta emoción. Si hasta Antonio Molina cantaba con denodada pasión aquella popularísima canción de Ricardo Freire y E. San Julián, cuya letra rezaba en su primera estrofa:

«Ya llega la estudiantina [es decir, la tuna, pero conservando el argot tradicional].

La estudiantina llegó,

y una mujer la ilumina

con su mirada

desde el balcón.

Alegres los estudiantes,

haciendo el tiempo feliz,

van deshojando sus cantes

por los rincones

de mi Madrid».

Qué, preciosa letra, ¿a que sí?

La vuelta al cole

Pues sí, aunque parezca mentira, después de un largo verano, por fin comienza el nuevo curso escolar. ¡Qué alegría, dirán muchos, especialmente padres! Como cada año, el entusiasmo de los niños y niñas que vuelven a clase crece en la misma proporción en la que adelgazan los bolsillos de los padres, que de pronto parecen sufrir un ataque severo de raquitismo; o sea, con la nueva «temporada escolar», inevitablemente, se inicia también la adquisición de nuevo equipamiento: libros de texto, mochila, uniforme, chándal, zapatillas de deporte…, y un sinfín de cosas más que resulta imposible enumerar ahora. En definitiva, ¡una ruina total!

Y me pregunto yo: ¿no podría hacerse como hace años, cuando al niño o a la niña se le equipaba para el regreso al colegio con todo lo que heredaba de su hermano mayor o, si era hijo único, de un primo o del hijo o la hija de la vecina del cuarto? Y es que entonces se tenía la sana costumbre, especialmente para los padres, de endiñar al pequeño todo lo que el mayor había utilizado un año antes. La cuestión era que, para bien de unos y desgracia de otros (de los más pequeños, claro), todo duraba eternamente: los libros del curso correspondiente, los pantalones con rodilleras especiales para hacer deporte, la cartera de cuero para transportar el material escolar, el plumier de madera…; en fin, todo lo necesario para volver a ejercer de alumno.

En mi caso, por ejemplo, durante toda mi etapa escolar, jamás estrené un libro. Siempre me sirvieron los textos de mi hermana mayor, que para colmo tenía tres años más que yo. Con esas, creo incluso que había libros de geografía en los que ni siquiera figuraban países que, durante ese tiempo, se habían constituido. Y el de historia, que creo que no llegaba más allá de la conquista de América.

Por suerte, lo de que la mayor fuera una chica me libró de heredar su ropa, lo que ya hubiera sido el colmo. Aunque, a decir verdad, alguna vez sentí la tentación de mi madre de ponerme la falda del uniforme de mi hermana que se le había quedado pequeña. Me libré por los pelos…

Fútbol femenino «made in Spain» (y II)

… A ALEXIA PUTELLAS, LA CHICA DE ORO

Alexia Putellas, junto a la noruega Ada Hegerberg, en la final de la Liga de Campeones de 2019 entre el Barça y el Olympique de Lyon (1-4). STEFFEN PRÖßDORG (CC)

Mucho ha llovido, desde luego, desde aquel histórico partido de Conchi Amancio en 1970. Por suerte, la situación del fútbol femenino en España hoy día ya no es la misma, a pesar de los flecos aún pendientes. De entrada, puede incluso presumir de contar con algunas de las mejores futbolistas del planeta. Caso, por ejemplo, de la jugadora del FC Barcelona Alexia Putellas, que remató una temporada 2020-21 de escándalo, después de ganar el primer Balón de Oro concedido a una futbolista española —premio que volvió a ganar la temporada siguiente—, además de ser distinguida con el Premio a la Mejor Jugadora del año para la UEFA y la FIFA y el Globe Soccer Awards a la mejor futbolista del año, amén de sus 7 Ligas, 6 Copas de la Reina, 3 Supercopa de España y 2 Liga de Campeones ganadas con el Barça, y 2 Eurocopas sub-17 y un Mundial con la selección española. ¡Casi nada! Sin duda, una brillantísima trayectoria para una jugadora extraordinaria, «un espejo en el que mirarse», como titulaba el diario Marca, que promete seguir estando durante mucho tiempo en la élite del fútbol mundial. Unos logros impensables, sin duda, para aquella niña que, con apenas 6 años, empezó a entusiasmarse por el fútbol y a intentar por todos los medios que los niños de su edad la dejaran jugar con ellos.

Texto extraído de El libro de oro del fútbol (B. Senior Expert, 2023)

Fútbol femenino «made in Spain» (I)

Mucho le ha costado al fútbol femenino en España estar donde está ahora, con un primer Mundial ganado, una Liga muy competitiva, cuajada de grandes jugadoras, y un cada más vez mayor número de aficionados y aficionadas, aunque todavía le queda un largo camino por recorrer.

DE CONCHI AMANCIO, LA PIONERA...

Ser mujer y querer ser futbolista en los años 70 era misión casi imposible. Y si no, que se lo pregunten a Conchita Sánchez Freire, una de las pioneras del fútbol femenino en España, que desde pequeña tuvo claro lo que quería. De hecho, el 8 de diciembre de 1970, con solo 13 años, jugó el primer partido de fútbol femenino con público que se disputó en España. Fue en el madrileño campo del Boetticher, y a él asistieron 8000 espectadores, algo impensable por aquel entonces. Los cinco goles que Conchi marcó con el Sizam en ese histórico encuentro hizo que el diario Marca la bautizara como «Conchi Amancio», en alusión al jugador del Real Madrid. Aquel partido fue solo la antesala a una larga trayectoria como futbolista, que inició profesionalmente su recorrido en la Serie A femenina italiana, a la que llegó, con apenas 15 años, fichada por el Gamma 3 de Padua con un sueldo de ¡75 000 pesetas! Luego vendría su paso por equipos como el Cagliari, el Lazio, el Verona…, hasta su retirada, con 40 años, en el Arsenal inglés. Durante su brillante carrera como futbolista, ganó 7 Scudettos, 7 Copas de Italia, 1 Campeonato italiano de fútbol sala y marcó alrededor de ¡600 goles!

Texto extraído de El libro de oro del fútbol (B. Senior Expert, 2023)

Historia del veraneo en Madrid

Un recorrido por las tradiciones caniculares de los madrileños

Por Carlos Arévalo («El Cronista Cultural», 9-8-2023)

«Dicen que fue el político madrileño Francisco Silvela, ministro de varias carteras y cuyo nombre ha quedado ligado a la historia de la ciudad gracias a la amplia y elegante calle que lleva su nombre, el que pronunció aquella frase que rezaba: “Madrid en agosto, sin familia y con dinero, Baden Baden”. Dicha sentencia también se le atribuye a Mariano Osorio, tercer Marqués de la Valdavia pero el caso es que, al menos antes, la comparativa de la capital española con la ciudad alemana enclavada en plena Selva Negra y célebre por sus relajantes balnearios y aguas termales era realmente acertada. Y es que los pudientes que se quedaban “de Rodríguez” durante la época estival podían disfrutar de un mes en Madrid de lo más entretenido…».

Hasta aquí puedo leer… Si quieres continuar leyendo este magnífico artículo de Carlos Arévalo, puedes hacerlo en «El Cronista Cultural»:

http://www.elcronistacultural.com/2023/08/historia-del-veraneo-en-madrid.html?m=1

La merienda… ¡y a la calle!

Las vacaciones de verano estaban básicamente, o únicamente, para divertirse y jugar con los amigos. ¡Y vaya si nos cundía! En aquel tiempo, o sea, a mediados de los 60, el verano era casi interminable: desde que acababan las clases y hasta que volvíamos al colegio había un mundo de tiempo libre entre medias que aprovechábamos todo lo que podíamos.

Además, no había problemas para rellenar el tiempo. Desde que pisábamos la calle para reunirnos con los amigos, teníamos a nuestra disposición todo tipo de juegos: fútbol, canicas, escondite, lima, pañuelo, chapas, tabas… El caso era jugar, fuera a lo que fuera.

Por eso, todos los días, a eso de las 9 de la noche, ya empezaban a escucharse por balcones y ventanas del barrio las voces de las madres gritando: ¡Pepito, Juanito, Antoñito, Pablito… (el diminutivo era casi obligado), ya está bien, sube ahora mismo a casa para cenar!

Razón no les faltaba, desde luego, que entre unas cosas y cosas llevábamos casi todo el día en la calle. Por las tardes, por ejemplo, el proceso era siempre el mismo: almorzar, echarnos una siesta «simulada» (no había manera de dormirse por mucho que nos obligaran), coger la merienda… y a jugar. Por no esperar, no esperábamos ni a merendar tranquilamente en casa. Cogíamos un trozo de pan con una onza de chocolate, pan con aceite o un suculento bocadillo de mortadela, y con ello en la mano allí que estábamos ya dispuestos a entregarnos en cuerpo y alma al juego.

Cosas de no tener ni consola, ni móvil, ni en muchos casos televisor… Cosas, en fin, de no tener casi de nada, salvo muchos amigos, unas calles en las que apenas si pasaban coches y muchas ganas de divertirnos…

¡Ozú, qué caló!

Cada año, a medida que se acerca el verano, las previsiones meteorológicas nos amenazan con la llegada de una ola de calor de origen subsahariano de dimensiones estratosféricas. Los termómetros se dispararán y las temperaturas, en algunas localidades del país, batirán todos los récords de la década, del siglo o incluso del milenio, del tal modo que, a ciertas horas del día, pudiera parecer que nuestros cuerpos estuvieran ardiendo en las calderas de Pedro Botero —expresión esta muy utilizada en otro tiempo para designar efectos diabólicos, como es el caso que nos ocupa—.

En hockey sobre patines, los «number one»

A ver, no nos engañemos: en cuestión de deportes, mucho la verdad no destacamos durante bastante tiempo. De vez en cuando, eso sí, el fútbol, que entonces como ahora era el deporte nacional, como la siesta o el aperitivo de mediodía, nos daba alguna que otra alegría. Véase el Europeo que ganó la selección en 1964 o la Copa de Europa que conquistó el Real Madrid en 1966. Bueno, también en baloncesto el equipo blanco nos dio más de una alegría aquellos tiempos de sequía deportiva. Solo un inciso: mis disculpas por decir «nos dio». Quería decir «les dio» a los seguidores merengues.

La canción del verano. ¿De cuálo?

A estas alturas de la película, sinceramente no sé si en este caluroso estío en el que andamos enfrascados, que no refrescados, todavía hay quienes siguen empeñados en encontrar la «canción del verano». Si es así, debo confesar que no tengo ni la más pajolera idea de cuáles serían las canciones que optarían a ese título hoy tan desprestigiado, pero que en su momento poco le faltó para ser declarado Patrimonio de la Humanidad.  

«El Arquitecto» Luis Suárez

Ni siquiera el Balón de Oro que recibió en 1960, el único concedido a un jugador español hasta hoy, salvedad hecha de los dos del hispano-argentino Alfredo Di Stéfano, impidió que el Barça traspasase a Luis Suárez al Inter en 1961. La crítica situación económica que atravesaba el club, endeudado hasta las cejas por la construcción del Camp Nou, fue una sustanciosa razón para que «El Arquitecto», como así lo llamaba Di Stéfano por la precisión en sus pases, recalara en el equipo milanés a cambio de ¡25 millones de pesetas!, una cifra que batió todos los récords de la época.

«Ama Rosa»: la radionovela

Aunque parecía que lentamente empezábamos a salir de la posguerra, lo cierto es que el corazón de los españoles seguía destilando sentimentalismo a borbotones y unas ganas terribles de vivir emociones a flor de piel. Quizá por ello continuaban gustando, y mucho, todas aquellas historias que tenían un acentuado tinte melodramático, fuera cual fuese la forma en la que se contasen: en película, en novela o en serial radiofónico, de tal suerte que cuanto más lacrimógenas fueran, más éxito tenían.

Se explica así el arrollador éxito que tuvo, por ejemplo, «Ama Rosa», aquella radionovela que empezó a emitirse en 1959 a través de las distintas emisoras de la Sociedad Española de Radiodifusión (SER), y que, durante muchos años, logró que cada tarde miles de españoles estuvieran pegados al transistor, generalmente llorando a moco tendido.

«El turismo es un gran invento», o eso parece

El Retrovisor

Llegada de los primeros turistas a España. Foto: Teresa Avellanosa (Flickr)

Aquellos españoles que, durante los tórridos días de verano, tenían la suerte de poder disfrutar de unas merecidas vacaciones, también podían constatar «en vivo y en directo» que, como bien anunciaban los medios de comunicación y, por ende, los rumores de la calle, «el turismo era un invento estupendo», especialmente para los que podían sacar tajada del mismo y, por descontado, para los que tenían a bien poder disfrutar de él como Dios manda.

En todo caso, por seguir insistiendo en el tema, como con buen criterio se titulaba aquella divertida película de Pedro Lazaga, protagonizada por Paco Martínez Soria y José Luis López Vázquez, entre otros grandes actores, El turismo es un gran invento. El filme, por cierto, que contaba las peripecias de un alcalde que decide convertir su pequeño pueblo de Aragón en un gran centro turístico…

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Pepe Isbert, «actor de cabecera»

El Retrovisor

Resultaría difícil entender muchas de las películas españolas de los años 50 y 60 sin la presencia de aquel extraordinario actor que atendía al nombre familiarmente reconocido de Pepe Isbert, aunque, para que quede constancia de ello, el auténtico era José Enrique Benito y Emeterio Ysbert Alvarruiz.

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Mariano Haro, madera de campeón

El Retrovisor

Hubo un tiempo en que, por desgracia, no podíamos presumir mucho de grandes gestas deportivas, como ahora. Salvo en hockey sobre patines, como siempre, y de tarde en tarde en fútbol, nuestra cosecha de triunfos era francamente paupérrima, aunque, de vez en cuando, surgía algún deportista suelto que nos daba alguna alegría, a veces incluso en disciplinas de las que hasta entonces no habíamos oído hablar en la vida.

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70 años de bikini en España

El Retrovisor

La actriz francesa Pascale Petit en la Playa de Poniente, en Benidorm, en 1965.

«En la España católica de los 50, el despegue turístico de ciudades como Benidorm no solo atrajo veraneantes sino nuevas costumbres de otros países. Las mujeres del norte de Europa lucían bikinis para escándalo de muchos. Una multa a una turista inglesa por vestir la prenda precipitó que Benidorm se convirtiera en la primera ciudad española en legalizar el bikini».



Así arrancaba el interesante artículo de B. García titulado «60 años en bikini por Benidorm», publicado el 1 de mayo de 2012 en el diario digital de Alicante informacion.es, y que no fue si no el primero de una más que recomendable serie de artículos sobre el bikini y sus consecuencias en la intransigente España de los 50, con los que se quería celebrar el 60.º aniversario de su llegada a nuestro país. En este primero…

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El «baby boom», pero que muy «boom»

El Retrovisor

La familia Ojeda Artiles, Premio Nacional de Natalidad de 1969. Labor Ministry

Hay que ver lo que son las cosas. Aún a cuestas con un resacón de la posguerra, que había sido demasiado larga y demasiado dura, con una emigración galopante que obligó a miles de españoles a cruzar nuestras fronteras en busca de una vida mejor, con un creciente éxodo rural y con una situación social y económica francamente escuálida todavía, a partir de 1956, y hasta 1974, en nuestro país se produjo una estruendosa explosión demográfica, de no demasiado fácil comprensión.



Fue lo que se acabó conociendo tanto en España como en el resto de Europa como «baby-boom», resultado del cual son hoy muchos los españoles que tienen entre 45 y 65 años, lo que significa que, por primera vez en nuestra historia, hay más personas mayores de 65 años que menores de 14. Y es que, como…

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«Archie y sus amigos»

El Retrovisor

En lo que a series animadas de TV se refiere, estaba claro que, allá por los años 60, los más pequeños éramos fans incondicionales de «Don Gato», «Popeye el Marino», «Lindo Pulgoso», «Los osos montañeses», «Tom y Jerry», «Magila el Gorila», «Los Supersónicos», «La Hormiga Atómica», «El Pájaro Loco», «El Oso Yogui», «Scooby Doo»… y, por supuesto, de las aventuras de todos los personajes de los «Looney Tunes», y seguramente de alguna que otra que ahora mismo no recuerdo. Y todas ellas siguieron gustándonos aunque fuéramos cumpliendo años y, poco a poco, dejáramos de ser «los más pequeños».

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Emotivo viaje a «El Sur»

El Retrovisor

Hace pocos días, tuve el placer de volver a viajar al sur, pero no a mi tierra, que siempre echo de menos, sino a la hermosísima película de Víctor Erice, que hacía demasiado tiempo que no veía, y que el tiempo no ha congelado, como, para sorpresa mía, pude comprobar de primera mano.



En ese feliz reencuentro con «El Sur» (1983), disfruté de nuevo con las sutiles imágenes de Erice, llenas de una emotiva simpleza, que te atrapan desde el primer plano y ya no te sueltan hasta los títulos de crédito finales. Por supuesto, también con la conmovedora historia de Adelaida García Morales, cargada de momentos inolvidables y sin la cual la película no hubiera sido posible; con la preciosa fotografía de José Luis Alcaine, heredero directo del impagable Luis Cuadrado, dueño y señor de la luz en «El espíritu de la colmena»; con la música que subraya toda…

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Festival de la Canción de Eurovisión

Después de ver la última edición del llamado Festival de la Canción de Eurovisión, o sea, Eurovisión, a secas, me levanté muy ufano dispuesto a hacer una crítica constructiva del espectáculo que mis ojos y mis oídos habían podido ver y oír a trompicones, que fue como una etapa de los Dolomitas en el Giro de Italia, y, por ende, a vanagloriar los viejos tiempos en los que fue un certamen en el que la música y las buenas canciones eran las protagonistas, mientras que el esperpento quedaba para otras ocasiones. Así que, ordenador en mano, me he apresté con firme devoción a recordar a Gigliola Cinquetti, Udo Jürgens, Sandie Shaw, France Gall, Frida Boccara, ABBA, Celine Dion… y tantos otros ganadores más de Eurovisión, sin olvidar, por supuesto, a Massiel y a Salomé, nuestras insignes vencedoras de los festivales de 1968 y 1969.

Así que, mientras me documentaba convenientemente, no tuve mejor ocurrencia que poner ambiente al trámite escriturístico escuchando un completo recopilatorio de las canciones que ganaron el Festival desde 1956 hasta 2016, que se dice pronto. Y debo reconocer que, después de oír algunas de ellas, hasta se me saltaron las lágrimas y mi memoria sentimental se activó hasta límites insospechados, especialmente después de ver desfilar delante de mí a la adorable Gigliola Cinquetti y su «Non ho l’età»; a France Gall interpretando «Poupée de cire, poupée de son»; a la condesa descalza, es decir, Sandie Shaw, y su «Puppet on a String», e incluso a Izhar Cohen y Alphabeta que la liaron parda con su pegadiza «A-ba-ni-bi».

A lo sumo, y para que los fieles, o infieles, lectores de este blog no se queden en ascuas, les remito amablemente al artículo del diario «El País» titulado «Eurovisión, esa montaña de basura» que firmaba Fernando Navarro en 2018, en el que encontrarán razones suficientes para confirmar algunas de las cosas no dichas previamente.

https://elpais.com/cultura/2018/05/13/television/1526165200_765340.html

Que esta crónica del Festival de Eurovisión 2018 les sea leve. ¡Ah!, y si empiezan a notar síntomas de locura emocional, por favor, no dejen de escuchar «Waterloo», la mágica canción con la que ABBA ganó el Festival de Eurovisión de 1974, y seguro que recobran su estado de cordura natural.

CARTAS DE UNA DESCONOCIDA (II). A Julio Iglesias

El Retrovisor

Querido Julio:

Por la presente, espero que te encuentres bien. Hacía mucho tiempo que quería ponerte unas letras, pero la verdad es que me daba bastante vergüenza. Pero ahora que ya tengo una edad, mi hija pequeña me ha convencido de que debía hacerlo. Al fin y al cabo, ¿qué podía perder, que no leyeras mi carta? Me daría pena, eso sí, pero también entendería que no lo hicieras, o que ni siquiera abrieras el sobre, pero me imagino la cantidad de cartas que debes de recibir todos los días, y seguro que no tienes tiempo para leerlas todas.

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Mi primera comunión

El Retrovisor

Nunca lo olvidaré. Corría el año 1961, y el 11 de mayo llegó el día que, en aquellos años, todos los niños esperaban con mayor ilusión: el de la «primera comunión». La verdad es que no se debía a un fervor religioso, sino más bien a que era el día en el que uno era el protagonista, el centro de atención de toda la familia, sin olvidar también todos los regalos que se recibían. Entre ellos, recuerdo con especial cariño un regalo típico de ese día: mi primer reloj, nada menos que un «Dogma».



Para celebrar la primera comunión, por supuesto, antes había que aprender bien el Catecismo e ir a clase de religión, donde te preparaban convenientemente para ese día. Otro gran momento era el de elegir el traje que había que llevar (suponiendo que la familia tuviese medios para comprarlo), y que nunca más volvía uno a ponerse…

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«Aquellas maravillosas vacaciones», un viaje nostálgico a la España de los 60

Mi última novela, Aquellas maravillosas vacaciones (Avant Editorial), es una suerte de crónica costumbrista de la España de mediados de los años 60, narrada con un sutil tono de comedia. Una España aún en fase de desarrollo, como su principal protagonista, un preadolescente en plena evolución emocional y hormonal, para quien sus vacaciones solo o en compañía de su familia son el dispar escenario por el que discurre su impetuoso tránsito de la edad de la inocencia a la de la incipiente madurez. Una aventura íntima narrada en primera persona, que nos va conduciendo por lugares, personajes y situaciones de una España variopinta a la que todavía le cuesta cruzar los Pirineos.

De qué va

El 1 de agosto de un año cualquiera, Francisco encuentra casualmente un viejo álbum familiar de fotos. Después de pasar unas cuantas páginas, comienzan a agolparse en su cabeza cientos de imágenes que lo trasladan a algunas de «aquellas maravillosas vacaciones» de verano que pasaba solo o en compañía de otros, y que fueron el escenario por el que discurrió su impetuoso tránsito de la edad de la inocencia a la de la incipiente madurez. Apegado a ese álbum familiar, comienza a sentir la necesidad de dejar constancia escrita de todos esos recuerdos emocionales, no sea que se desvanezcan y ya no se acuerde de cómo fueron esos momentos que jamás debió olvidar.

Valoraciones

«Una novela entrañable y emotiva, a la par que muy divertida. Combina los recuerdos y las reflexiones acerca de un mundo que va quedando cada vez más lejano, junto a chascarrillos y comentarios jocosos e inteligentes con los que el lector va a sentirse identificado. Destaca también la habilidad narrativa y el dominio léxico. Se trata de una de esas obras que enganchan desde la primera de sus líneas y cuesta trabajo dejar de leer. Es una novela que se disfruta y se lee con placer. Un libro muy indicado para un público amplio y diverso». 

José Bravo, Terra Ignota Ediciones

«Una novela escrita desde el corazón, que deja un  buen sabor de boca tras su lectura.  No solo cuenta las peripecias de una familia durante unos cuantos veranos, sus incidentes y dramas familiares, sino que también habla del hecho de  crecer y hacerse mayor y, de paso, retrata la sociedad española de una época. Obra dirigida a un  público, tanto femenino como masculino, en un amplio abanico de edades: para los jóvenes por su mensaje, mientras que para quienes ya han vivido muchos veranos a lo largo de su vida supondrá una lectura tierna y nostálgica al recordar una época y rememorar sus vivencias personales en aquellos años».

Departamento editorial Exlibric

Cantante famoso = película inminente

El Retrovisor

Desde casi los inicios del cine sonoro, en el cine español siempre habían tenido mucho éxito las películas musicales, protagonizadas además por grandes estrellas de la canción de la época, como Imperio Argentina, Estrellita Castro, Concha Piquer, Antonio Molina, Lola Flores y Manolo Caracol, entre otros, y en las que la copla, el cuplé, la zarzuela y el flamenco ocupaban un lugar privilegiado.

Esta moda, que triunfó especialmente en los años 30 y 40, continúo manteniéndose décadas después, pero poco a poco a ella se fueron sumando otros «actores» que parecían atraer a un público más joven. Fue el caso, por ejemplo, de las estrellas infantiles y juveniles, como Marisol, Joselito, Rocío Dúrcal y Pili y Mili, que, a partir de finales la década de los 50, de algún modo fueron renovando ese cine musical «hecho en casa» que tanto seguía gustando.

Pero la llegada de los 60, que consagró…

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«Aquellas maravillosas vacaciones» a punto de salir de viaje

Mi nueva novela ya está haciendo el equipaje para salir de viaje en apenas unos días, así que, si te apetece pasar una divertidas y maravillosas vacaciones, ya puede ir preparando todo lo que necesites llevarte…

De momento, puedes hacer la reserva de billetes en https://www.avanteditorial.com/libro/aquellas-maravillosas-vacaciones-edicion-en-papel/

«No le, sí le…»

Los cromos eran, por decirlo de alguna forma, nuestra «moneda de cambio». Es decir, servían para cambiar los repetidos en el colegio, durante el recreo o a la salida de clase, o en el barrio con los amigos, pero sobre todo eran materia imprescindible de intercambio a la hora de jugar a las canicas, al tacón, a la lima o al trompo, también conocido como peonza. Así, el que ganaba se llevaba los cromos de los demás y viceversa. De esa forma se podía ir completando la colección que se estuviera haciendo o simplemente presumir del taco de cromos que se tenía. Cuanto mayor era, más prestigio te daba a la hora de jugar, e igualmente viceversa.

La hermana mayor

Los hermanos Rodríguez paseando por Madrid en 1960, cuya historia no sé si coincidirá en mucho, algo o nada con todo lo contado hasta ahora.
© Carlos Rodríguez Zapata / Archivo Regional de la Comunidad de Madrid

Como tantas cosas en esta vida, lo de tener una hermana mayor tenía sus ventajas y sus desventajas. Por ejemplo, compartir, lo que se dice compartir, compartíamos pocas cosas: la familia, claro, alguna partida al parchís, la oca o el cinquillo los domingos por la tarde y casi todos sus libros de texto, que fui heredando durante todo el bachillerato. De lo demás, nada, ni siquiera el colegio porque, como era habitual entonces, ella iba uno de chicas y yo a uno de chicos.

Por supuesto, tampoco compartíamos juegos y amigos. A la hora de salir a jugar, ella se iba con sus amigas a saltar a la comba, a la goma, a jugar al diábolo o a la rayuela, mientras yo prefería jugar al futbolín, a las chapas, al tacón o a la peonza. Por supuesto, de tebeos ni hablamos: a mí me encantaban las aventuras del «Capitán Trueno», el «Jabato» y «Hazañas bélicas», y a ella las de «Florita», «Azucena» y «Mary Noticias. Y ni que decir tiene que en películas también teníamos nuestras discrepancias; o sea, si yo no me perdía una de Joselito, ella enloquecía con las de Marisol, hasta el punto de que no había momento del día en que no la escuchara entonar «La vida es una tómbola», «Chiquitina», «Ola, ola, ola» o «Corre, corre, caballito», lo que a veces me hizo pensar que con Marisol más que «un ángel», lo que había llegado era «un demonio». En realidad, por no compartir, no compartíamos ni mara de chicle. Sí, como lo digo: ella era de Bazooka de fresa y yo de Cosmos de regaliz. ¿Qué, a que es alucinante?

«Los chicos del Preu», pero no los de la peli

El Retrovisor

Fotograma de «Los chicos del Preu», con Karina en primer término

Seguro que alguien llegó a ver en su momento, o quién sabe si más recientemente, «Los chicos del Preu», la película de Pedro Lazaga que narra, como bien se resume en Wikipedia, «las inquietudes, problemas, amores, amistades, desencuentros y experiencias de un grupo de jóvenes que emprenden un nuevo curso escolar, el Preuniversitario, que les dará acceso a la Universidad y, por tanto, a la vida adulta. La trama está vista a través de los ojos de Andrés Martín (Emilio Gutiérrez Caba), un muchacho de Tomelloso [ya decía yo que, además de Plinio, conocía a alguien más de esta localidad manchega] que llega a Madrid con una beca y queda fascinado por la vida en la capital. Después, al percatarse del gran esfuerzo económico que deben hacer sus padres, decide ganar dinero descargando camiones en un mercado y compaginar…

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El «Madrid yé-yé»

El Retrovisor

El Real Madrid en la final de 1966 de la Copa de Europa ante el Partizán de Belgrado. Foto: Ron Kroon / Anefo

Tras cinco temporadas de sequía, el Real Madrid volvió a ganar la Copa de Europa con un equipo casi recién estrenado. Y es que, de la mano de Miguel Muñoz, el club había iniciado una progresiva renovación de la plantilla. Así, poco a poco se fueron incorporando caras nuevas, como las de Amancio y Zoco, y fichajes de relumbrón, como los de Sanchís, Pirri y Velázquez.



De ese modo se configuró un equipo joven, pero con mucho talento, que fue capaz de dar la sorpresa ganando su sexta Copa de Europa, tras derrotar al Partizán de Belgrado en la final, disputada, el 11 de mayo de 1966, en el Estadio Heysel de Bruselas. El 2-1 en el marcador, con goles de Amancio y Serena, puso un brillante…

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Conduce seguro… y bien

Allá por 1959 se creó la DGT, o sea, la Dirección General de Tráfico, un organismo autónomo del entonces Ministerio de la Gobernación, y dentro de ella la Jefatura Central de Tráfico, encargada del buen control y vigilancia del tráfico rodado —de otro tipo de tráfico supongo que ya se encargarían otros— y, por descontado, de las necesarias sanciones que fuera menester imponer, según el grado de la infracción cometida.

Vive la chanson française !

El Retrovisor

Amén de cantantes nacionales y de habla inglesa (inclúyanse en este apartado básicamente británicos y estadounidenses), ya desde la década de los 50 a los españoles nos gustaban especialmente —la razón ya queda fuera de mi jurisdicción— los italianos (véase Peppino di Capri, Jimmy Fontana, Nicola Di Bari, Mina, Domenico Modugno, Bobby Solo, Rita Pavone, Gino Paoli, Gigliola Cinquetti, Pino Donaggio, Iva Zanicchi, Adriano Celentano, Paty Bravo y tantos otros). ¡Pero, ojo, porque si los italianos nos encantaban, los franceses —o digamos, los que cantaban en francés—nos enamoraban!

Tampoco tengo argumentos sólidos para explicarlo, pero lo cierto es que sus canciones, seguramente más melódicas y románticas, nos encandilaban, fuera cual fuese el sexo del receptor. Entre las chicas, por ejemplo, el que causaba auténtico furor era Salvatore Adamo, o mejor, Adamo, a secas, un cantante italo-belga al que le costó poco aterrizar en nuestro país y montar la de San…

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El «intrépido» Superagente 86

El Retrovisor

No recuerdo haber visto una serie de TV más entretenida y desternillante que Superagente 86, aquella fantástica parodia de las películas de espías que empezó a emitirse en TVE en octubre de 1966. Ya la presentación de cada capítulo resultaba apoteósica, con esa interminable sucesión de puertas que se abrían y cerraban para dejar paso al protagonista, Maxwell Smart (Dom Adams), hasta llegar a una cabina telefónica.

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Reparto de lujo

Durante décadas, los espectadores españoles de cine y televisión pudieron disfrutar de un excepcional elenco de actores y actrices, la mayoría de ellos formados desde pequeños en alguna de aquellas compañías teatrales de repertorio que pululaban por toda la geografía española llevando a cualquier lugar, por pequeño que fuera, un poco de diversión, entretenimiento y algo también de melodrama, que igualmente era muy bien recibido. Solían ser parte de alguna saga familiar o bien cómicos de vocación temprana que, en cuanto veían la oportunidad, se subían a un escenario simplemente como figurantes o meritorios con aspiraciones, en el futuro, a llegar a ser primer actor/actriz, actor/actriz de carácter o cómico, primer galán, dama joven, característico/a o genérico o simplemente racionista o actor/actriz secundario, según edad, hechuras y dotes interpretativas.

De esa fructífera escuela entre bastidores fueron surgiendo, casi de forma incesante, maravillosos actores y actrices, bien principales o secundarios, muchos de los cuales probablemente no recibieron la atención y el reconocimiento que hubieran merecido.

En ese «star system» a la española, que comenzó a brillar con luz propia ya en los años 40 y que se fue prolongando con paso firme en los 50, 60 y hasta diría que en los 70, sería imperdonable no recordar, entre otros de una lista interminable, a actores como Juan Espantaleón, Guillermo Marín, Rafael Durán, Conrado San Martín, Roberto Rey, Fernando Fernández de Córdoba, Alfredo Mayo, Antonio Casal, Antonio Vilar, Rafael Rivelles, Fernando Rey, Luis Prendes, Manolo Morán, Jorge Mistral, Tomás Blanco, José Orjas, Carlos Casaravilla, José Suárez, Antonio Riquelme, Manuel Luna, José Isbert, Tony Leblanc, José Sacristán, Francisco Rabal, Fernando Fernán Gómez, José Luis López Vázquez o Juan Diego, a los que cada cual puede colocar etiqueta y valoración.

Y, por supuesto, en esa rutilante nómina es obligado incluir a actrices como Antoñita Colomé, Lina Yegros, Imperio Argentina, Conchita Montes, Amparo Rivelles, Aurora Bautista, María Victoria Durá, Marisa de Leza, Ana Mariscal, Milagros Leal, Julia e Irene Caba Alba, Elena Espejo, María Asquerino, Mari Carmen Prendes, Amparo Soler Leal, Emma Penella, Concha Velasco, Gracita Morales o Matilde Muñoz Sampedro, por citar solo algunas de una no menos extensa lista, a las que igualmente se invita a valorar y catalogar.

Con la llegada de la televisión, además, y gracias a series y producciones dramáticas, a la memoria colectiva de los españoles se fueron añadiendo otros excepcionales actores y actrices quizá menos conocidos, bien porque habían lucido poco en el cine, bien porque su trayectoria teatral no había sido suficiente para gestionar su popularidad. Bastaría simplemente con echar una ojeada a algunos programas de los años 60, para hacer un «reparto de lujo» en el que podrían figurar actores como José Bódalo, Antonio Ferrandis, Agustín González, Ismael Merlo, Jesús Puente, Fernando Delgado, José María Prada, Carlos Lemos, Pablo Sanz, Luis Prendes o José María Rodero, además de actrices como María Isbert, Julia y Emilia Gutiérrez Caba, Aurora Redondo, Rafaela Aparicio, María Luisa Ponte, Tina Sainz, Encarna Paso, Ana María Vidal, Elvira Quintillá, Rafaela Aparicio o Lola Herrera, cuyos rostros y voces resulta difícil olvidar.

Por supuesto, no todos los citados, y sin citar, antes y ahora corrieron idéntica suerte. La rutilante carrera de algunos resistió poco el paso del tiempo; la de otros fue algo más duradera, mientras que la de unos pocos permaneció invicta durante décadas, ya fuera en teatro, cine o televisión. Pero todos ellos, los que ya no están y los que por fortuna aún continúan en activo, los que alcanzaron gran pero efímera popularidad o aquellos que todavía seguimos recordando, han contribuido a dar la medida del extraordinario nivel interpretativo que ha existido en nuestro país, de los grandes actores y actrices que durante décadas habitaron platós y escenarios.

Y discúlpeme la audiencia si se malinterpretan mis palabras. No quiere decir todo lo dicho hasta ahora que hoy día no haya en nuestro país excelentes actores y actrices, pero quizá es que mi memoria resiste mal el paso del tiempo y emborrona lo acaecido anteayer, pero conserva con meridiana nitidez lo sucedido largo tiempo atrás.

La Carta de Reyes…

El Retrovisor

Bien está que nos dejemos ya de tanta celebración navideña, y a la mayor urgencia posible nos centremos en este principio de año en lo realmente importante, o sea, en la lista de Reyes. Bueno, teniendo en cuenta que estamos en «El Retrovisor», me refiero a repasar aquella relación de juguetes que quizás alguna vez nos trajeron los Reyes o que, probablemente, pedimos en una ilusionante carta a Melchor, Gaspar o Baltasar, según las preferencias de cada cual, pero de los que nunca supimos su paradero. Pongamos por ejemplo…

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Decálogo navideño

[Consejos para pasar una Navidad «como Dios manda»]

A ver, seamos sinceros. No digo yo que hoy día no se celebre con entusiasmo la Navidad, pero habrá que convenir que nada comparable a como antes se vivía, con aquella ilusión, aquel fragor y aquel empeño por pasarlo bien, que irremediablemente hacía que fuera raro que alguien no disfrutara de ella más que de cualquier otro evento del año.

Para eso, lo más importante era que se cumplieran escrupulosamente todos los requisitos, no escritos en ningún sitio pero tácitamente aceptados, imprescindibles para mantener vivo el «espíritu navideño» del que estábamos impregnados, y para el que no había antídoto alguno. Tal vez sea un tanto arriesgado hacer un decálogo de las cosas imprescindibles para pasar la Navidad como Dios manda, pero peor sería no intentarlo. Por supuesto, como siempre, cada cual que añada o quite las que, con las mirada puesta en otro tiempo, crea que no necesitaba entonces para pasarlo «de rechupete».

Cantante famoso = película inminente

Desde casi los inicios del cine sonoro, en el cine español siempre habían tenido mucho éxito las películas musicales, protagonizadas además por grandes estrellas de la canción de la época, como Imperio Argentina, Estrellita Castro, Concha Piquer, Antonio Molina, Lola Flores y Manolo Caracol, entre otros, y en las que la copla, el cuplé, la zarzuela y el flamenco ocupaban un lugar privilegiado.

Esta moda, que triunfó especialmente en los años 30 y 40, continúo manteniéndose décadas después, pero poco a poco a ella se fueron sumando otros «actores» que parecían atraer a un público más joven. Fue el caso, por ejemplo, de las estrellas infantiles y juveniles, como Marisol, Joselito, Rocío Dúrcal y Pili y Mili, que, a partir de finales la década de los 50, de algún modo fueron renovando ese cine musical «hecho en casa» que tanto seguía gustando.

Los Iberos For Ever

No, no hablo de los íberos, aquellos habitantes que hace 3000 años llegaron de visita a la Península, Ibérica, claro, y se quedaron durante un largo tiempo para hacerles compañía a los celtas, que también habían decido hacer turismo rural en nuestro país, que aún estaba en periodo de formación.

Me refiero a aquel grupo musical que surgió a finales de los años 60 y que con un puñado de estupendas canciones se convirtió en uno de los mejores grupos españoles de la década, a la altura de Los Brincos o de Los Bravos, que ya es decir.

Suyos son temas que seguro que muchos aún recuerdan, o ya va siendo hora de que recuerden, como «Summertime Girl», su primer sencillo, «Las tres de la noche», mi indiscutible favorito, «Corto y ancho», «Nightime», «Hiding Behind my Smile», «Fantastic girl», «Back in time», el delicioso «Why Can’t We Be Friends», y muchos otros más.

Hasta 1973, año en que echaron el cierre a su corto pero intenso periodo de esplendor, grabaron un solo Lp, titulado «Los Iberos», para muchos críticos el mejor disco español de la década, prestaron su música a la celebrada película de Iván Zulueta «1, 2, 3, al escondite inglés», alcanzaron un buena cifra de ventas y su música se colmó de elogios y parabienes.

Pero, lamentablemente, para su desgracia y la de nuestros oídos, Los Iberos desaparecieron, después de su poco convincente acercamiento al flamenco rock y de algún discreto sencillo, que no tuvo demasiada repercusión. Lo increíble, a pesar de todo, es que sea un grupo que se recuerda poco cuando se hace memoria de la música española de los 60 y 70. Parece que, en ese sentido, la suerte no les acompañó demasiado, con lo alto que despuntaban y la fantástica música que hacían. En fin, seguramente cosas del destino.

El milagro de la bicicleta

El Retrovisor

El pequeño José Manuel López Bravo, en los años 60, subido en su bicicleta marca Orbea, en el Espolón de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja).

Si con la máquina del tiempo pudiéramos trasladar nuestras unidades móviles hasta los años 60, por ejemplo, y preguntarle a un niño o una niña cuál era aquel juguete que nunca tubo y con el que siempre soñó o el que más deseaba y, milagrosamente, su deseo se hizo por fin realidad, es probable que la mayoría de ellos dijera que una bicicleta, a ser posible con ruedines, para poder iniciarse mejor en el noble arte de pedalear.

Y razón lo les faltaría porque, por aquel entonces, aunque los Reyes ya les hubieran traído un Scalextric, un tren eléctrico, un Fuerte o un Geyperman aventurero, en el caso de los niños, o una muñeca Nancy, un Hogarín, una cocinita o un maletín de…

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¡A las 9 en casa!

El Retrovisor

Cuando, en 1965, una diseñadora de moda británica llamada Mary Quant presentó una falda de apenas un palmo de tela, se desató la locura entre las adolescentes y jóvenes de la época. Claro que de eso a poder ponérsela había un abismo, porque, sobre todo en el caso de las chicas, en España aún no estaba el horno para bollos y la mayoría de nuestros patriarcas seguían siendo igual de conservadores y estrictos que los padres de sus padres. Y es que, en cuestiones de tolerancia, la modernidad todavía no se había instalado del todo en nuestras casas, y eso que en muchas de ellas ya había hasta televisión y lavadora. Pero, por lo visto, habían llegado antes los avances tecnológicos que los ideológicos.



En mi caso, como el de tantas adolescentes de mediados de los 60, y que además me encantaba estar con chicas mayores y escuchar lo que…

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A mi amigo Chema. In memoriam

El Retrovisor

El 1 de noviembre hubiese sido su cumpleaños pero, cosas del fatídico destino que no perdona a nadie, el 12 de octubre, fiesta de todas las fiestas, a primera hora de la mañana, para qué esperar más y que no se hiciera demasiado tarde, pensó que no le importaría celebrarlo «así en la Tierra como en el Cielo», como quizá en su día le enseñaron en el colegio salesiano en el que estudió. Él y un servidor, que para eso en aquellos tiempos de mozalbetes sin aspiraciones a seguir creciendo lo compartíamos casi todo: los partidos de fútbol en el patio del colegio; las tardes de sábado en alguno de los muchos cines de sesión continúa que salpicaban nuestro querido barrio de Lavapiés; las meriendas de pan con aceite o una onza de chocolate en su casa o en la mía mientras disfrutábamos de lo lindo viendo un episodio de…

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Eulogio Gárate, «el ingeniero del área»

El Retrovisor

«Eulogio es un futbolista sensacional. Reúne las cualidades suficientes para ser considerado uno de los mejores de Europa. Tiene mucha velocidad, remata muy bien de cabeza, siente el gol y tiene muchos recursos a la hora de tirar».



Así hablaba Ladislao Kubala, entonces seleccionador nacional, de José Eulogio Gárate, el indiscutible ariete del Atlético de Madrid, al que muchos seguidores colchoneros mantienen vivo en su memoria, quizá porque no ha habido en la historia del club, ni probablemente del fútbol español, un delantero tan elegante y con tanta personalidad. Tal vez por eso, el apodo con el que era popularmente conocido, «el ingeniero del área», le venía como anillo al dedo, aunque conviene recordar que Gárate había estudiado Ingeniería Industrial, lo que no solo contribuyó a ponerle el apodo, sino también a comprender su inteligente y precisa manera de concebir el fútbol.

La pena fue no poder disfrutar de su…

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Naturaleza viva

En el Día Internacional contra el Cambio Climático

Islandia

Cuando miramos hacía atrás, y no hace falta extenderse demasiado en el tiempo, nos deja perplejos la extraordinaria y rápida transformación que ha experimentando el ser humano, su forma de vivir, su comportamiento, su estatus social y emocional y, por supuesto, el entorno cercano en el que vive. Todo ello sin olvidar a los pueblos y habitantes de aquellas tierras para los que el tiempo parece no haber discurrido, porque andan sumidos en la misma opresión, orfandad y miseria que siempre.

También la naturaleza ha sufrido imparables procesos de cambio. Algunos, inexorablemente, consecuencia de los efectos devastadores que en demasiadas ocasiones ha generado la mano del hombre, de su inexplicable afán por destruir su propio medio de vida. Por eso, cuando a veces contemplamos la naturaleza en estado puro, limpia y hermosísima, donde fluye la vida recostada en brazos de la quietud y el silencio, y en la que nada parece haber interrumpido su natural evolución, resulta difícil no emocionarse y preguntarnos si realmente nuestra forma de progresar ha tenido algún sentido, si no la habremos hecho ignorando lo que de verdad la naturaleza necesitaba de nosotros.

Para que de todo ello quede constancia, te invito a que veas este hermoso vídeo de Islandia, de Edgar Granados, que, al tiempo que asombra y emociona, ayuda a despejar muchas de las inevitables dudas que a veces nos asolan.

El «toro de Osborne», con perdón

El Retrovisor

Primer toro de Osborne instalado en la carretera N-1 a su paso por Cabanillas de la Sierra (Madrid). Foto: Osborne

Como ya habrá sabido deducir más de uno, el título de esta «historia mínima» no hace referencia, ¡Dios me libre!, al amigo Bertín, el aristócrata, presentador, «cantante», actor y empresario español, como bien señala Wikipedia, sino a aquella enorme silueta de un toro de lidia que salpicaba las carreteras españolas publicitando el famoso brandi Veterano, una de las marcas estrella de las bodegas Osborne, claro está.

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A mi amigo Chema. In memoriam

El 1 de noviembre hubiese sido su cumpleaños pero, cosas del fatídico destino que no perdona a nadie, el 12 de octubre de 2022, fiesta de todas las fiestas, a primera hora de la mañana, para qué esperar más y que no se hiciera demasiado tarde, pensó que no le importaría celebrarlo «así en la Tierra como en el Cielo», como quizá en su día le enseñaron en el colegio salesiano en el que estudió. Él y un servidor, que para eso en aquellos tiempos de mozalbetes sin aspiraciones a seguir creciendo lo compartíamos casi todo: los partidos de fútbol en el patio del colegio; las tardes de sábado en alguno de los muchos cines de sesión continúa que salpicaban nuestro querido barrio de Lavapiés; las meriendas de pan con aceite o una onza de chocolate en su casa o en la mía mientras disfrutábamos de lo lindo viendo un episodio de «Bonanza» o de «Las aventuras de Rin Tin Tin»; la apasionante Liga veraniega de fútbol-chapa y la Vuelta ciclista, igualmente de chapas, para qué enredarse buscando otros artilugios; aquellos inolvidables domingos en el Santiago Bernabéu para ver a nuestro Real Madrid del alma y, a la vuelta, soñar con parecernos a Amancio, Pirri, Zoco o Gento, y tantas y tantas cosas más, que darían para rellenar más de un baúl de recuerdos imborrables.

El «baby boom», pero que muy «boom»

La familia Ojeda Artiles, Premio Nacional de Natalidad de 1969. Labor Ministry

Hay que ver lo que son las cosas. Aún a cuestas con un resacón de la posguerra, que había sido demasiado larga y demasiado dura, con una emigración galopante que obligó a miles de españoles a cruzar nuestras fronteras en busca de una vida mejor, con un creciente éxodo rural y con una situación social y económica francamente escuálida todavía, a partir de 1956, y hasta 1974, en nuestro país se produjo una estruendosa explosión demográfica, de no demasiado fácil comprensión.

Vida y «milagro» del balón de reglamento

A la hora de decidir a qué jugábamos esa tarde en la calle, no era difícil hacernos con unas cuantas canicas para jugar al «gua», unas peonzas para bailarlas, unas tabas, unos tacones de zapatos o unas chapas para inaugurar la «Vuelta ciclista con chapas», cuestiones todas ellas ya tratadas y analizadas con anterioridad. El problema surgía cuando a muchos nos apetecía echar un partido de fútbol. Y no es que no pudiéramos conseguir un balón de fútbol, porque siempre alguno tenía en su casa uno de goma, como se conocía entonces. La cuestión es que era tan ligero, que cuando le dabas una patada se disparaba calle abajo unos cientos de metros, así que solíamos pasarnos más tiempo yendo a por el balón que jugando.

«Guía del coleccionista»

No me preguntéis por qué, si por el deseo de poseer o por simple curiosidad, pero lo cierto es que durante largo tiempo el afán coleccionista de los españoles alcanzó niveles realmente estratosféricos. La práctica de colección más elemental, por supuesto, o sea, la que podría decirse que venía incluida en el paquete básico de cada español, era la de los cromos, de lo cual ya se ha informado convenientemente en ocasiones precedentes, y que contemplaba tamaños y géneros para todas las edades y gustos, aunque los de mayor seguimiento eran los relacionados, cómo no, con el fútbol, el ciclismo y los artistas, ya fueran del cine o de la canción.

Después de todo lo referente al «no le, sí le», cabría decir que, en un ranking sobre la materia, es probable que en segundo lugar se situara la colección de fascículos, también ya tratada con anterioridad, que igualmente comprendía una notable variedad de contenidos, con los que saciar la curiosidad de grandes y pequeños en cualquier ámbito del mundo mundial; es decir, recuérdese, desde vocabulario y desarrollo enciclopédico, hasta idiomas, historia de España, Mundial, del Arte, la Música o el Bricolaje.

El fabuloso mundo del circo

Como el título de la última superproducción de Samuel Bronston rodada en España, dirigida por Henry Hathaway y protagonizada por John Wayne, Rita Hayworth, Claudia Cardinale y John Smith, así puede decirse que veíamos de pequeños aquel maravilloso espectáculo que, de tarde en tarde, desplegaba su mágica carpa en el pueblo, la ciudad o el barrio en el que vivíamos.

Cuando un día cualquiera, al salir de casa, nos encontrábamos con uno de aquellos carteles que anunciaban a bombo y platillos la llegada del «único, grandioso, colosal y sensacional» Circo Mundial, Circo Americano, Circo Atlas, Circo Monumental, Berlin Zirkus, Circo Ruso o Italiano, Circo Royal, Circo Milan…, o las nuevas y flamantes atracciones del Circo Price, tanto en su versión ambulante como en la sede fija que tenía en Madrid —hoy felizmente recuperada—, resulta difícil describir el estado de «shock emocional» en el que entrábamos inmediatamente.

Para efectos especiales, los de antes

El Retrovisor

Hace unos días, por casualidad, vi en TV la película Exodus. Dioses y reyes, una de esas superproducciones que, de vez en cuando, invaden la cartelera exhibiendo músculo con sus impresionantes efectos especiales. ¡Y desde luego que impresionan! En este caso, sin ir más lejos, todo resulta grandioso, especialmente cuando las aguas del Mar Rojo se abren para dejar paso a los más de 600.000 esclavos hebreos que, guiados por Moisés (sí, el de las Tablas de la Ley), huyen de la implacable persecución de las huestes egipcias, que intentan por todos los medios que no lleguen a la Tierra Prometida.

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¡Y llegaron Los Canarios!

El Retrovisor

Acostumbrados como estábamos a grupos de música que nos deleitaban con canciones bastante melódicas y fáciles de digerir, como Los Brincos, Los Ángeles, Los Sírex o Los Mustang, muy en la línea de los Beatles, la verdad es que nos pilló un tanto de sorpresa la llegada desde las «islas afortunadas» de un grupo que hacía rock bastante potente y que parecía aspirar a parecerse más bien a los Rolling Stones, que eran los chicos más duros de entonces.



Con su líder y cantante Teddy Bautista a la cabeza, que sonaba como una versión masculina de Janis Joplin, bien ataviado al uso de los sesenta, patillas y pelo largo incluidos, aterrizaron como un ciclón en 1967 con temas como «Keep on the Right Side», «Three-Two-One-Ah», «The incredible miss Perryman»… y, sobre todo, «Get on Your Knees», que fue todo un bombazo aquella época, convirtiéndose incluso en la canción del verano…

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Serenata «a la luz de la luna»

El Retrovisor

Lo de ligar aún no resultaba fácil del todo. Aquello de los guateques todavía no se habían puesto de moda y, cuando se celebraba alguna fiesta, el baile «agarrao» no estaba bien visto, así que había que olvidarse de eso de arrimarse mucho. Quizá por eso, cuando por fin alguien se echaba novio o novia, había que cuidarlo como un tesoro y procurar que «el cariño verdadero» perdurase para siempre.



Mientras se lograba ese compromiso, era preciso utilizar mil y una artimañas para mantener encandilado al otro o a la otra. En el caso de los hombres, que eran, según vieja tradición, los que debían dar el primer paso en una relación, lo de ser caballeroso o regalar un ramo de flores no funcionaba mal del todo. Pero lo que de verdad solía funcionar con bastante eficacia era darle una serenata a la novia. Si además era por la noche…

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¡Cambio tebeos!

Había pocos chicos a los que, en aquellos tiempos en los que tan necesitados andábamos de fuertes emociones, no nos gustaran los tebeos. En mi caso, como en el de otros muchos, los que más me atraían eran, con diferencia, los de aventuras, como los de El Capitán Trueno, El Jabato o Hazañas bélicas. Además, eran nuestros «héroes nacionales», que ni que decir tiene que preferíamos a los que venían de allende los Pirineos, como Supermán o el Capitán América.

El «arreglalotodo»

El estañador

La necesidad y el sentido común, que mala compañía desde luego no eran por aquellos tiempos, imponían mucho ingenio y remedio para que las cosas, a ser posible, duraran «hasta el infinito y más allá», o sea, lo que hoy se conoce como reutilización o, mejor aún, «reciclado», de lo que entonces poco o nada se sabía aún.

Para empezar, en cuestiones de comida, pocas cosas había de las que pudieran aprovecharse que fueran a parar a la basura. Los restos del plato de un día siempre podían encontrar digno acomodo en las albóndigas, las croquetas o el potaje del día siguiente. Y tampoco la ropa era de usar y tirar, que para algo estaba meterle la sisa a una prenda, sacarle el bajo, coserle coderas o rodilleras y, hasta si era menester, teñirla, que quién iba a saber que aquel abrigo rojo ya raído se había transformado en uno negro precioso que parecía recién estrenado. En realidad, hasta los calcetines tenían remiendo y a las medias de señora afectadas por una lamentable «carrera» se les podían coger los puntos, de lo que bien dejaba constancia la mercera de la esquina.

«Reverso y anverso»: Ya a la venta

«En ese largo y sinuoso camino por el que va discurriendo nuestra vida, hay veredas desiertas y campos sembrados de relucientes amapolas; tristezas que nos descarnan y alegrías que nos reconfortan; anhelos dormidos y sueños despiertos; desengaños que nos hieren y amores que nos resucitan; besos robados y caricias devueltas. La cara y el envés, el delirio y la razón que se cruzan a nuestro paso sin avisarnos, dejándonos a merced de la casualidad o del destino.

Como sugiere el título de este poemario, “Reverso y anverso” (Libros Indie, 2022), en él hay un ramillete de poemas de ida y vuelta que apremiaba escribir para que lo que intentan expresar no se perdiese en la intrincada metáfora de los sentimientos. Todos ellos discurren en paralelo a esa travesía emocional de encuentros y desencuentros por la que deambulamos a ciegas, de noches a la intemperie y de mañanas a cubierto, de soledades que nos vacían y de compañías que nos dan refugio, de tiempos erráticos de infortunio y de momentos de felicidad infinita».

«Reverso y anverso», según Omar Jerez

«Soy consciente que estoy ante una joya pulida y sutilmente cuidada. Me ha sucedido que puedo abrir “Reverso y anverso” en cualquier página y volver a escucharme decir: ¡Esto es una delicia para todos los sentidos! José Molina Melgarejo no tiene nada que demostrar. Tiene oficio y una madurez intelectual de la que aprendo con entusiasmo.

El epílogo de Federico García Lorca cierra con broche de oro una obra que sabes que emociona, que te alienta a seguir cuestionando, a seguir leyendo y, sobre todo, a amar la forma de escribir de José Molina Melgarejo».

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De paseo por la Luna

El Retrovisor

Buzz Aldrin ante la bandera de EE UU en la Luna, el 20 de julio de 1969 (NASA)

Según la rumorología popular, hay tres momentos de nuestra historia en los que todo el mundo recuerda qué estaba haciendo en ese justo momento. Uno es la cogida de Manolete, el 28 de agosto de 1948, en la plaza de toros de Linares. Otro, el histórico gol de Zarra a Inglaterra en el Mundial de Brasil, el 2 de julio de 1950. Y, por último, la llegada del hombre a la Luna, el 20 de julio de 1969.

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70 años de bikini en España

La actriz francesa Pascale Petit en la Playa de Poniente, en Benidorm, en 1965.

«En la España católica de los 50, el despegue turístico de ciudades como Benidorm no solo atrajo veraneantes sino nuevas costumbres de otros países. Las mujeres del norte de Europa lucían bikinis para escándalo de muchos. Una multa a una turista inglesa por vestir la prenda precipitó que Benidorm se convirtiera en la primera ciudad española en legalizar el bikini».

Seat 850 Coupé: el «superdeportivo»

El Seat 600, el 850, el 127 e incluso el 1500, aunque este parecía más bien destinado a taxis, el Renault 4, 6 y 8 —antes Gordini—, el «dos caballos», o sea, el Citroën 2CV, y el BMW Isetta, también conocido como «el huevo», eran desde luego los coches que con mayor frecuencia podían verse circular por nuestras calles y carreteras, así que ya estábamos bastante habituados a ellos.

Pero, ¡oh sorpresa!, de pronto un día descubrimos que había un coche nuevo con aspecto de «superdeportivo», aunque a escala miniatura, que nos dejó alucinados.

«El turismo es un gran invento», o eso parece

Llegada de los primeros turistas a España. Foto: Teresa Avellanosa (Flickr)

Aquellos españoles que, durante los tórridos días de verano, tenían la suerte de poder disfrutar de unas merecidas vacaciones, también podían constatar «en vivo y en directo» que, como bien anunciaban los medios de comunicación y, por ende, los rumores de la calle, «el turismo era un invento estupendo», especialmente para los que podían sacar tajada del mismo y, por descontado, para los que tenían a bien poder disfrutar de él como Dios manda.

La serpiente multicolor

Habrá que convenir, como tantas otras cosas, que el ciclismo ya no es lo que era. Y no quiero decir con ello que, por ejemplo, las grandes carreras por etapas, como la Vuelta, el Tour o el Giro, no sigan teniendo una audiencia más que respetable, pero pocos podrán discutirme que ya no se vive con la misma pasión que antaño, ni por supuesto la «serpiente multicolor» suscita hoy el mismo interés que antes, cuando hasta los más pequeños eran seguidores incondicionales de los ciclistas. De hecho, para que conste en acta, uno de los juegos infantiles favoritos, especialmente en verano, era disputar la «vuelta ciclista con chapas», que sin duda era uno de los entretenimientos estivales más emocionantes. Además, ni que decir tiene que entre las colecciones de cromos las de ciclismo eran, después de las de fútbol, las que más solían gustar, lo que da buena fe de todo lo dicho hasta ahora.

La aventura de leer

«Muchos de aquellos a los que de pequeños les volvían locos los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, Sissi o Pulgarcito, o aquellos preciosos cuentos troquelados de Ferrándiz, los de hadas de la colección Azucena o los de Antoñita la Fantástica, poco a poco se fueron enganchando al “saludable hábito de leer”» [«Queridos recuerdos de los años 50 y 60» (Senior Expert, Madrid 2017), páginas 52-53].

¡Al rico corte helado!

El Retrovisor

Sin discusión alguna, el corte de helado o helado al corte, al parecer también conocido como «helado napolitano» o «cassata brick», según consta en nuestro consultorio básico, o sea, Wikipedia —que no añade el posterior calificativo de «sándwich»—, era el rey del surtido heladero de la época, por encima incluso del helado de cucurucho. Al menos esa es la impresión personal que tengo después de repasar cuál era realmente el más solicitado tanto en las escasas heladerías que había por aquel entonces —la época concreta ya que la ponga cada uno— como en los muchos carritos de helados que recorrían las calles de las ciudades, lo cual era una alivio en días calurosos de verano.

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El milagro de la bicicleta

El pequeño José Manuel López Bravo, en los años 60, subido en su bicicleta marca Orbea, en el Espolón de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja).

Si con la máquina del tiempo pudiéramos trasladar nuestras unidades móviles hasta los años 60, por ejemplo, y preguntarle a un niño o una niña cuál era aquel juguete que nunca tubo y con el que siempre soñó o el que más deseaba y, milagrosamente, su deseo se hizo por fin realidad, es probable que la mayoría de ellos dijera que una bicicleta, a ser posible con ruedines, para poder iniciarse mejor en el noble arte de pedalear.

El zoom «made in Lazarov»

El popular Ballet Zoom

Hay que ver, con lo tranquilos que estábamos viendo los programas musicales (también conocidos entonces como «de variedades») que TVE emitía allá por los años 60, como «Escala en Hi-Fi», «Gran Parada», «Carrusel», «Galas del sábado»… y tantos otros, y de repente, como el que no quiere la cosa, en 1969 va y aterriza en nuestro país un realizador rumano que atendía al nombre de Valerio Lazarov. «¿Rumano?», se preguntaban muchos. Pues sí, rumano, ¡y menudo rumano!, porque casi de la noche a la mañana puso la TV patas arriba, primero con un programa musical titulado «El irreal Madrid» (1969), tan sorprendente como exitoso, que incluso ganó la Ninfa de Oro en el Festival de Televisión de Montecarlo, algo con lo que nunca hubiéramos soñado.

Eurovisión 2022: Mucho ruido y algunas nueces

Después de ver la última edición del llamado Festival de la Canción de Eurovisión, o sea, Eurovisión, a secas, hoy me he levantado muy ufano dispuesto a hacer una crítica constructiva del espectáculo que mis ojos y mis oídos pudieron ver y oír a trompicones, que fue como una etapa de los Dolomitas en el Giro de Italia, y, por ende, a vanagloriar los viejos tiempos de lo que fue un certamen en el que la música y las buenas canciones eran las protagonistas, mientras que el esperpento quedaba para otras ocasiones. Así que, ordenador en mano, me he aprestado con firme devoción a recordar a Gigliola Cinquetti, Udo Jürgens, Sandie Shaw, France Gall, Frida Boccara, ABBA, Celine Dion… y tantos otros ganadores más de Eurovisión, sin olvidar, por supuesto, a Massiel y a Salomé, nuestras insignes vencedoras de los festivales de 1968 y 1969.

¡Bienvenidos al Parque de Atracciones de Madrid!

El Retrovisor

A los que vivíamos en Madrid —qué tiempos aquellos sin confinamiento ni pandemia, aunque justitos de libertad «a la madrileña»— la verdad es que nos vino de perlas la inauguración, el 15 de mayo de 1969, de ese gran Parque de Atracciones que nos dejó con la boca abierta. Por fin ya teníamos un fantástico sitio al que acudir con la familia o con los amigos para divertirnos, y tan cerca, ahí, en la Casa de Campo, a la que incluso podíamos ir en el Suburbano, que funcionaba desde 1960, bajándonos en las estaciones de Lago o de Batán.

Además, contaba nada menos que con 30 atracciones mecánicas que eran una auténtica pasada. Así que, por 5 pesetas que valía la entrada, podías pasar un día inolvidable montando en «7 Picos», «Gusano Loco», «Alfombras Mágicas», «Viaje al Centro de la Tierra», «Camas elásticas», «El Pulpo», «La Noria», «Viaje Espacial», «La…

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¡Será por gaseosas!

Tengo la impresión de que, de un tiempo a esta parte, se ha ido perdiendo la sana costumbre de beber vino con gaseosa, o en su defecto sifón, en las comidas, lo cual no es que esté ni bien ni mal, sino simplemente una apreciación personal sobre un hábito cotidiano que en otro tiempo parecía institucionalizado.

Buena prueba de ello es que, hoy día, cuando te acercas a un supermercado a comprar alguna gaseosa, la variedad de esta refrescante bebida es francamente pobre. Por lo general, uno se encuentra con la gaseosa de toda la vida, o sea, «La Casera», a la que parece que le hicieron un contrato fijo que perdura eternamente, y si acaso la marca blanca de la franquicia de tiendas a la que uno ha ido a comprar.

En estas circunstancias, siempre me pregunto: ¿y dónde demonios se han metido «La Pitusa» o «La Revoltosa», que eran mis gaseosas favoritas? ¿Es que ya nadie recuerda las saltarinas y pizpiretas burbujas que tenían, que, al ingerirlas, hasta conseguían que se te saltaran las lágrimas?

Y como yo, supongo que muchos echarán en falta su gaseosa preferida, aquella que en otro tiempo saboreaban con verdadero placer. Y es que de lo que no cabe duda es de que había una infinita variedad de gaseosas capaz de satisfacer los gustos y sabores de todo el mundo. De hecho, creo que no había localidad (pueblo, ciudad, provincia o región) que no tuviera su propia marca de gaseosa, o sus propias marcas de gaseosas, que en muchos casos la oferta hasta se duplicaba o triplicaba. La relación, desde luego, sería interminable y daría para un profundo estudio de «comportamiento sociológico», pero baste con citar solo a algunas (al margen de las ya antes referidas) , a ver si hay suerte, y entre ellas alguien logra reconocer la suya. Pues ahí va: «La Preferida», «La fama cordobesa. Pijuan», «La amapola», «La moderna, «Rigau», «Dungil», «Gaseosa Selecta», «Ebesa», «Otero», «Eduardo Feijó», «López», «La Vianesa», «Valcárcel», «Rodicio»… En fin, y así podríamos seguir hasta mañana.

PD

Solo por curiosidad, Rafael Sánchez Barros, un carpintero del pueblo toledano de Calera y Chozas, lleva coleccionando botellas de gaseosas desde hace más de veinte años. Durante ese tiempo ha reunido nada menos que ¡60.000!, muchas de las cuales ya las ha exhibido en una exposición titulada «Historia de una burbuja. La gaseosa en España». Como bien señala Rafael: «En el pasado, cada pueblo se lio a hacer gaseosas. La gente montaba su tinaja de barro, abría el grifo y a rellenar». Pues no se hable más…

Texto extraído del libro «El Retrovisor. Un paseo emocional por la memoria» (El ojo de Poe, 2019)

Vive la chanson française !

Amén de cantantes nacionales y de habla inglesa (inclúyanse en este apartado básicamente británicos y estadounidenses), ya desde la década de los 50 a los españoles nos gustaban especialmente —la razón ya queda fuera de mi jurisdicción— los italianos (véase Peppino di Capri, Jimmy Fontana, Nicola Di Bari, Mina, Domenico Modugno, Bobby Solo, Rita Pavone, Gino Paoli, Gigliola Cinquetti, Pino Donaggio, Iva Zanicchi, Adriano Celentano, Paty Bravo y tantos otros). ¡Pero, ojo, porque si los italianos nos encantaban, los franceses —o digamos, los que cantaban en francés—nos enamoraban!

Tampoco tengo argumentos sólidos para explicarlo, pero lo cierto es que sus canciones, seguramente más melódicas y románticas, nos encandilaban, fuera cual fuese el sexo del receptor. Entre las chicas, por ejemplo, el que causaba auténtico furor era Salvatore Adamo, o mejor, Adamo, a secas, un cantante italo-belga al que le costó poco aterrizar en nuestro país y montar la de San Quintín. Le bastó entonar con esa dulzura especial que tenía un puñado de canciones —todas versionadas también es español—, como «Cae la nieve» («Tombe la neige»), «Tu nombre» («Ton nom»), «Un mechón de su cabello» («Une meche de cheveux») o «Mis manos en tu cintura» («Mes mains sur tes hanches»), para conseguir que una legión de jóvenes y adolescentes suspiraran perdidamente por él.

A cierta distancia, pero sin posibilidad de alcanzar el liderato que ostentaba Adamo, andaba Johnny Hallyday, quizá más apto para espíritus más roqueros, pero que también conquistó a un buen número de fans, especialmente con sus particulares versiones de canciones famosas, como «Viens danser le twist», o sea, el «Let’s Twist Again» que interpretaba Elvis Presley.

Entre los chicos, la cosa desde luego cambiaba por completo, de modo que sus suspiros iban directamente dirigidos a cantantes como Françoise Hardy, que arrasaba con temas como «Tous les garçons et les filles» y «Le premier bonheur du jour»; France Gall, sí, la que ganó el Festival de Eurovisión de 1965 con «Poupée de cire, poupée de son» («Muñeca de cera» en su versión española); Marie Laforet, de la que era difícil no enamorarse cuando miraba con esos ojos verdes mientras interpretaba «La plage» o «Vendanges d’amour», y, por supuesto, Sylvie Vartan, «la novia de los jóvenes franceses», como era conocida entonces, que nos dejaba atolondrados escuchándola cantar «Panne d’essence», «Comme un garçon» o «La plus belle pour aller danser». Lástima que de pronto, en 1965, decidiera casarse con Johnny Hallyday, y dejarnos con la miel en los labios.

Y hasta aquí el apartado juvenil, porque ya en edades o espíritus más maduros, la lista de cantantes franceses favoritos podría completarse con algunos tan inolvidables como Gilbert Becaud, Christophe, Charles Aznavour, Mireille Mathieu, Alain Barrière, Hervé Vilard, Jacques Brel, Yves Montand, Charles Brassens, Charles Trenet y, por supuesto, la gran Edith Piaf, que consiguió que sintiéramos «la vida en rosa». Ya de Serge Gainsbourg y Jane Birkin mejor no hablamos, no vaya a ser que se nos suba a la cabeza el «Je t’aime moi non plus» y la liemos parda.

«El alma desnuda», según Claudia Merino

El Retrovisor

En su estupendo blog literario «The Forgotten Book» (http://thefgottenbook.blogspot.com/), Claudia Merino ha publicado esta completa reseña de «El alma desnuda», que, por razones obvias, no puedo resistirme a reproducir, sobre todo porque ha desentrañado como nadie lo que estos relatos quieren transmitir.

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¡La leche, en la lechería!

El Retrovisor

Ahora que tanto se habla de especialización, no estaría de más recordar que hubo un tiempo en el que, al menos en lo que a cuestiones de alimentación se refería, la venta de casi todos los productos estaba perfectamente «especializada». Quiero decir con eso que, a diferencia de hoy, en que la mayoría de las cosas están centralizadas en un gran superficie, salvo excepciones que ahora no vale la pena referir, todo el mundo tenía claro adónde debía dirigirse para comprar un producto. Es decir, para que nos entendamos: una barra de pan, a la panadería; un kilo de plátanos de Canarias, que eran los únicos que entonces degustábamos, a la frutería; un kilo de cinta de lomo, a la carnicería; una docena de huevos, a la huevería; mitad de cuarto de «mortadela sevillana», que tanto les gustaba a las madres darnos para merendar, a la charcutería, y, por último…

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La revolución de la minifalda

El Retrovisor

Mary Quant, en el centro, con dos modelos luciendo la minifalda. Foto: Getty Image

¡Quién iba a decirle a la diseñadora británica Mary Quant, allá por 1963, el revuelo que iba a generar en medio planeta, por no decir el planeta entero, el invento de su popular «minifalda», aunque, para que quede constancia de ello, la paternidad de tan revolucionaria prenda todavía se sigue disputando entre ella y el diseñador francés André Courrèges.

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«Y Dios me hizo mujer…»

El Retrovisor

«Verano» (detalle, 1943), de Edward Hopper

Y Dios me hizo mujer,
de pelo largo,
ojos,
nariz y boca de mujer.
Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.
Todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.

Gioconda Belli, «El ojo de la mujer. Poesía reunida» (Visor de Poesía, 1991; r2015)

* Gioconda Belli (Managua, 1948), poeta y novelista, estuvo vinculada al Frente Sandinista de Liberación Nacional de 1970 a 1994. El compromiso…

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La barbería, «centro de tratamiento capilar»

El Retrovisor

Si había un lugar en el barrio que podía distinguirse a lo lejos, era aquel que de su fachada sobresalía una especie de reluciente poste, que más bien parecía una piruleta gigante, adornado con líneas de colores rojo, azul y blanco, aunque también cabía la opción de que la susodicha combinación colorística simplemente luciera alrededor de la fachada o de la puerta en entrada. Pues aquel lugar que, si uno andaba despistado, podía pensar que era una delegación del consulado de Francia en el barrio era la «peluquería», también conocida como «barbería», según lugar, época, gustos e interpretaciones.

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«Mañana de domingo». Un sencillo relato sentimental

Mañana de domingo no es una novela histórica, de suspense, de ciencia ficción o de aventuras. Solo es un sencillo relato sentimental de dos personajes cuyas historias personales se van narrando de forma alternativa a lo largo de todo el libro, y cuyo punto de encuentro, así como la relación de ambos con el pequeño Julio, el personaje con el que arranca la novela, únicamente se desvela al final de la misma. Así que tendrá que ser el propio lector quien tenga que encontrar la salida a este conmovedor e intimista laberinto que propone Mañana de domingo.

De qué va…
El pequeño Julio, un niño de once años para el que la felicidad solo dura diez minutos, es el hilo conductor de esta historia de ida y vuelta, de encuentros y desencuentros, en la que Manuel y Amelia, sus dos principales protagonistas, emprenden en paralelo un azarosos proceso de iniciación a la vida sin saber muy bien cuándo ni por qué comenzaron ese camino sin rumbo fijo, qué les aguardará durante el tránsito de la inocencia a la madurez o si alguna vez conseguirán llegar al final de su particular viacrucis. En ese recorrido emocional, que puede discurrir en cualquier tiempo y lugar, lo único que comparten desde la distancia es la soledad, la incomprensión y la honda sensación de abandono.

Mañana de domingo de venta en:

Avant Editorial

Amazon

Casa del Libro

Librería Gaztambide

Agapea

Luzvi

Librería Cativos

Librería Blanco

También disponible en formato ebook:

Avant Editorial

Amazon

¡Malditos tirachinas!

El Retrovisor

No eran armas de destrucción masiva, desde luego, pero para utilizar aquellos «mortíferos» tirachinas artesanales había que tener un cierto «espíritu asesino», o por lo menos ganas de hacer la puñeta.

Bromas aparte, lo cierto es que un poco brutos sí que eran aquellos chavales a los que les gustaba jugar con ellos, sobre todo los que no tenían miramientos a la hora de lanzar con ellos una piedra al primero que pasara. ¡Y ojo si te daban, el daño que hacía! Pero estaban de moda, ¡qué le íbamos a hacer!

Hoy día, sin embargo, para sorpresa de propios y extraños, resultan aún más peligrosos, habida cuenta de que ya no solo subsisten malamente los que se utilizaban entonces, sino que también los hay más sofisticados aún; o sea, tirachinas de todas las clases y tamaños: de caza, deportivos, profesionales, de precisión…

¡No, si al final vamos a echar de…

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«Mañana de domingo» aterriza el 16 de febrero

El Retrovisor

Después de un largo tiempo volando en busca de una pista de aterrizaje, por fin el 16 de febrero toma tierra Mañana de domingo, mi primera novela, un sencillo relato sentimental sobre el abandono, la soledad y la incomprensión en el arduo camino de iniciación a la vida y la incansable búsqueda de uno mismo.

¡Ya en preventa!

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Cliff Richard, «Congratulations»

El Retrovisor

Desde luego, tuvo guasa la cosa. Me explico: para una vez que ganamos Eurovisión, o sea, en 1968, con el famoso «La, La, La» que interpretó Massiel, va y en España arrasa la canción que quedó en segundo lugar. Sí, no hace falta recordarlo, «Congratulations», que cantaba un británico llamado Cliff Richard, que aquí muy pocos conocían aún, y que, según todas las encuestas, era el gran favorito para ganar el Festival, sobre todo porque «jugaba en casa».

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«Mañana de domingo» aterriza el 16 de febrero

Después de un largo tiempo volando en busca de una pista de aterrizaje, por fin el 16 de febrero toma tierra Mañana de domingo, mi primera novela, un sencillo relato sentimental sobre el abandono, la soledad y la incomprensión en el arduo camino de iniciación a la vida y la incansable búsqueda de uno mismo.

En preventa hasta el día 15

«Bonanza»: El clan de los Cartwright

El Retrovisor

Desde luego, hay que ver lo buenos, honrados y educados que eran los miembros de la familia Cartwright. Con ese padre, Ben (Lorne Green), viudo él, tan pendiente de sus hijos… Y esos hijos, Adam (Pernell Roberts), Hoss (Dan Blocker) y Little Joe (Michael Landon), que eran una bendición del cielo y que no sabían vivir el uno sin el otro. Bueno, ¿y qué me decís de ese rancho La Ponderosa en el que vivían tan ricamente, allá en Virginia City, junto al Lago Tahoe (Nevada)? Ya lo hubiéramos querido cambiar por la casa que los abuelos tenían en el pueblo o por ese chalé con el que soñábamos tener algún día y que, por desgracia, nunca tuvimos, y al que sin duda hubiéramos llamado «La Ponderosa».

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La Cabalgata de Reyes. Preludio de una noche mágica

El Retrovisor

Cabalgata de Reyes Magos organizada por Radio Madrid, bajando por la calle de Alcalá, en 1959. Foto «ABC»

Desde luego, uno de los momentos más emocionantes de aquellas Navidades que de pequeños vivíamos con verdadera pasión era la Cabalgata de Reyes; o sea, el evento que nos permitía certificar por nosotros mismos que, en efecto, los Reyes Magos ya estaban en nuestra ciudad, en nuestro pueblo o en nuestro barrio para esa misma noche traernos los regalos que mejor les parecían, habida cuenta de que de los que les pedíamos por carta con tanta ilusión nunca había ni rastro.



Es posible que aquellas cabalgatas no fueran tan espectaculares y rutilantes como las que hoy día pueden verse por las calles de aquella misma ciudad, de aquel mismo pueblo o de aquel mismo barrio [excepción hecha de esta extraña y pandémica Navidad que nos ha tocado vivir], pero no cabe duda…

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Buen viaje, mamá

El Retrovisor

El 26 de diciembre hubiese cumplido 94 años, pero hace ya más de tres años que pensó que seguramente ya no valía la pena seguir celebrando su cumpleaños. Al fin y al cabo, hacía ya mucho tiempo que había comprado «online» un billete para el último tren que pasara por su vida con destino a cualquier sitio, a ser posible uno mejor que en el que ahora transitaba, que, sinceramente, no le estaba dando muchas alegrías.


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Aquella inolvidable Navidad

Lo que Manuel nunca olvidó fue aquel gélido invierno de 1959 que se había presentado casi sin avisar, pero que le descongeló el corazón y, sin que se lo hubiera propuesto, le dio un nuevo sentido a su vida, como si una varita mágica hubiese transformado aquel paisaje emocional que gravitaba en silencio dentro y fuera de él. Como siempre, desde que tenía más uso de cariño que de razón, a las puertas de la Navidad le encantaba pasar las tardes paseando por el centro de la ciudad con Mercedes agarrada a su brazo. Sí, Mercedes, la chica por la que tanto tiempo había suspirado y que, por obra y milagro del insondable destino, había adquirido no hacía mucho la condición de prometida, lo que era la antesala perfecta para que finalmente se convirtiera en su futura esposa, a poco que las cosas les fueran medianamente bien y de nuevo el destino le permitiera hacer realidad sus sencillos sueños.  

«El barrendero les desea felices fiestas»

Ya por estas fechas impregnadas de espíritu navideño no había día en que no sonora el timbre de la puerta y, al abrir, nos encontráramos con alguien que venía a felicitarnos las Pascuas y desearnos un «próspero año nuevo», siempre, eso sí, con la loable finalidad de que voluntariamente le diéramos el correspondiente aguinaldo.

Para amar con locura esta Navidad

«Del amor y otras locuras» (Editorial Seleer, 2021) es una selección de poemas «escritos en cualquier tiempo y lugar, en las tórridas tardes de verano o en las gélidas madrugadas de invierno, al abrigo de una juventud a flor de piel o de una madurez que aún necesita un rincón en el que poder refugiarse». Disponible en papel y en e-book.

¿Y este año qué, árbol o Belén?

A ver, antes que nada, será mejor abordar este complejo dilema situándolo convenientemente en función de época, pompa y circunstancias. Por ejemplo, según una encuesta realizada por un equipo de profesionales, encargados de conocer el comportamiento de los consumidores en determinadas fechas del año, el árbol de Navidad es el elemento decorativo que se alza como favorito para la mitad de los españoles (50%), por delante de las luces de Navidad (20%) y del Belén (13%) (Informe de Navidad 2016 elaborado por vente-privee).

Y en Navidad…Torneo de Baloncesto del Real Madrid

El Retrovisor

Hace ya años, como también suele suceder ahora, durante las «tan señaladas» fiestas navideñas se suspendían la mayoría de las competiciones deportivas, así que pocos eventos interesantes nos quedaban en la recámara. Uno de ellos, por supuesto, era el famoso Torneo Internacional de Navidad de Baloncesto, que cada año organizaba el Real Madrid, y que todos los aficionados a este deporte, y más aún si éramos merengones, celebrábamos con verdadero entusiasmo.

Durante unos días, coincidiendo incluso con el día 25 de diciembre, cuatro grandes equipos, tanto europeos como americanos, se daban cita en el mítico pabellón de la Ciudad Deportiva del club blanco para dirimir cuál de ellos se llevaba a casa tan prestigioso y añorado trofeo. Como recordaba Carlos Sevillano, mítico base y capitán del Real Madrid, en una entrevista al diario «ABC»: «Era increíble, nos enfrentábamos a jugadores en muchos casos desconocidos, pero de gran calidad. Por el…

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Zapatero a tus zapatos

El Retrovisor

Por lo general, y salvo alguna excepción que yo no recuerde, las tiendas, fueran del tipo que fueran, no tenían nombre. Así que la cuestión a la hora de tener que salir a «hacer un recado» era la siguiente: «Niño, vete a Don José y compra una docena de huevos»; «Niño, baja a Doña Concha y te traes media barra de pan, dos trenzas y un mojicón»; «Niño, vete a Don Emiliano y le dices que te dé un poco de aguarrás»… Y así sucesivamente, con lo cual era evidente que el lugar del barrio donde se arreglaban zapatos solo podía atender a un nombre: «Mariano el zapatero», que, por alguna razón que desconozco, quizá por la familiaridad que teníamos con él, no llevaba el Don delante.

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Aquellas inolvidables librerías

El Retrovisor

Sean cuales sean las cifras en las que hoy día se mueven libros y librerías, no está de más refrescar la memoria y remontarse a aquellos tiempos en los que entrar a un librería era una aventura maravillosa a la que uno estaba siempre dispuesto a apuntarse, y que, por desgracia, ya no resulta tan fácil revivir en estos benditos tiempos que ahora nos toca vivir, en los que las prioridades y los gustos parecen ser otros.

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El «Madrid yé-yé»

El Real Madrid en la final de 1966 de la Copa de Europa ante el Partizán de Belgrado. Foto: Ron Kroon / Anefo

Tras cinco temporadas de sequía, el Real Madrid volvió a ganar la Copa de Europa con un equipo casi recién estrenado. Y es que, de la mano de Miguel Muñoz, el club había iniciado una progresiva renovación de la plantilla. Así, poco a poco se fueron incorporando caras nuevas, como las de Amancio y Zoco, y fichajes de relumbrón, como los de Sanchís, Pirri y Velázquez.

Los futboleros de los 60, 70 y 80 también saltan al campo

Estos tres libros, que complementan al de los futboleros de los 50, van especialmente dedicados a todos esos aficionados al fútbol nacidos en los años 60, 70 y 80 que crecieron dándole patadas a un balón; viviendo la apasionante aventura de ir a un partido para poder ver de cerca a los jugadores que tanto admiraban; escuchando por radio las retransmisiones simultáneas de los encuentros de cada jornada, o viendo por televisión el emocionante partido del domingo por la tarde…

https://www.libreriamay.es/es/autor/molina-melgarejo-jose/

https://www.todostuslibros.com/autor/molina-melgarejo-jose

Alfonso Sánchez: «El crítico de cine»

El Retrovisor

Los críticos de cine nunca han sido santos de mi devoción, por razones diversas que ahora no parece oportuno exponer convenientemente. Sin embargo, y al margen de opiniones personales, en esa, por otra parte, loable profesión siempre ha habido, y continúa habiendo, excepciones dignas de mención. Entre ellas, casi sería una blasfemia no acordarse de Alfonso Sánchez, aquel crítico de cine de aspecto bonachón y voz inconfundible que se asomó a las pantallas de TVE durante más de veinte años.

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Concha Velasco, chica para todo

In memoriam

Ahora que Concha Velasco ha decidido retirarse de los escenarios terrenales para subirse a los celestiales, resulta inevitable refrescar la memoria para recordar a aquella modosita y refinada chica de Valladolid que, con apenas 15 años, se coló en la gran pantalla, después de haberse formado como bailarina en las compañías de Manolo Caracol y Celia Gámez.

Pues sí, Conchita Velasco, como gustaba llamarla en sus comienzos, enamoró a media España (la otra media no tardaría mucho en rendirse también a sus pies) cuando, a mediados de los 50, apareció en películas tan deliciosas como Las chicas de la Cruz Roja (1958), Los tramposos (1959) y El día de los enamoradas (1959), entre otras, la mayoría de ellas junto al inolvidable Tony Leblanc, con el que rodó seis películas.

http://www.youtube.com/watch?v=h1BgL6G4Oj4

Desde entonces, el nombre de Concha Velasco fue quedando grabado con letras de oro en la historia del cine español, del que no se desligó tras seis décadas de carrera, durante las cuales se movió tan campante no solo en el cine, sino también en el teatro, la televisión y la música. Así que cómo no acordarnos permanentemente de esa chica para todo, o sea, «de Valladolid», «de la Cruz Roja»… y «ye-ye», como el título de la canción que la hizo más popular aún a partir de 1965, que con el tiempo fue acrecentando sus dotes como actriz, y, con ello, nuestro cariño desmedido por ella.

http://www.youtube.com/watch?v=L2SG1P86JCQ

Por todo eso, y por muchas más cosas, que resulta imposible resumir en unas cuantas líneas, es obligado no dejar pasar por alto que Concha Velasco mantuvo intacta su pasión por la interpretación, con bien lo demostró en su última aventura teatral, La habitación de María, un monólogo cargado de intensidad dramática, en el que volvió a demostrar sus extraordinarias dotes de actriz. ¡Dichosos aquellos que pudieron disfrutar de su impagable presencia tanto en los escenarios como en la gran y la pequeña pantalla, y dichosos aquellos que ahora podrán disfrutar de ella en algún escenario celestial, donde a buen seguro querrán que vuelva a sumergirse en el inolvidable papel de santa Teresa!

«Bic naranja, Bic cristal»

En el material escolar que había que llevar al colegio, convenientemente guardado en nuestra cartera, no podían faltar, además de libros y cuadernos, la pluma y el tintero para la clase de caligrafía y un plumier de un piso o un «superplumier» de dos, en el que bien guardaba siempre debía hacer un lápiz, un afilalápiz de horquilla —luego sacapuntas—, una goma blanca de la marca MILAN, esa que tenía un olor especial que a veces daban ganas de comérsela, y por supuesto un bolígrafo.

«El mundo sigue», la joya olvidada de Fernán Gómez

En estos días de merecido recuerdo a Fernando Fernán Gómez, que el 28 de agosto hubiese cumplido 100 años, he tenido por fin la gran suerte de poder ver en TCM «El mundo sigue», sin duda su película como director menos conocida. Y no por voluntad propia, sino porque su duro y crítico retrato de la España de mediados de la década de los 60 hizo que tuviera que ser estrenada casi clandestinamente dos años después de haber terminado de rodarse.

Aquellas preciosas canicas

El Retrovisor

Me encantaban las canicas, pero no solo por lo de jugar con ellas al «gua», que era para lo que básicamente estaban destinadas, sino porque me parecían preciosas. En realidad, pensaba que era un milagro que pudieran hacerse aquellas bolas de cristal transparente rellenas de colores. Y, por si fuera poco, las había para todos los gustos: grandes, pequeñas, rojas, azules, amarillas, verdes…, y con todas las combinaciones posibles de tonos, lo que las hacía más atractivas aún.

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Cines de verano: películas a la luz de la Luna

Cine de verano en Sevilla

La diosa fortuna ha querido que, desde hace ya algunos años [actualícese este dato en época de pandemia], en algunos localidades de este nuestro, a veces, bendito país se hayan recuperado, para uso y disfrute del personal hoy presente, aquellos inolvidables cines de verano en los que nos acomodábamos plácidamente muchas noches estivales. En ellos, no solo disfrutábamos de la película o películas que aquel día se proyectasen, que siempre eran recibidas con inusitado entusiasmo si eran de «vaqueros», de «romanos» o de «risa», sino también de pasar unas deliciosas horas en familia o con los amigos de una forma diferente a como lo hacíamos el resto del año en los otros cines del barrio.

Indigesta digestión

La familia Molina, plácidamente haciendo la digestión. Foto: José Molina.

En los días calurosos del verano, o sea, casi todos, la mejor noticia que podían darte tus padres es que iríais a pasar el día a la piscina, el río o la playa; caso este último si la paga de julio del cabeza de familia daba para pasar unas escuetas vacaciones en algún apartamento, hostal o pensión de una ciudad, pueblo o simple pedanía que dispusiera de acceso al mar; es decir, que tuviera playa, ya fuera de arena, pedruscos o «chinicos» —véase piedras pequeñas que al pisarlas se clavan en la planta de los pies como si fueran puñales recién afilados—.

Broncearse o achicharrarse

El Retrovisor

La verdad es que hasta no hace demasiado, que el tiempo corre que es una barbaridad, no estábamos muy al tanto de eso que hoy ya se conoce oficialmente como «protector solar», y que ni más ni menos que consiste en una crema que sirve para proteger nuestra piel de los graves estragos que puede provocarnos pasar horas a pecho descubierto tomando el sol, sin tan siquiera una mísera sombrilla a la que echar mano.

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«Del amor y otras locuras» ¡ya a la venta!

Ya está disponible tanto la edición en papel como para e-book de mi poemario Del amor y otras locuras (Editorial Seleer, 2021), que espero que sus potenciales lectores lo acojan con cariño entre sus manos y luego vuelquen sus sinceros versos en sus corazones.

Para no dar lugar a engaños, Del amor y otras locuras es una selección de poemas «escritos en cualquier tiempo y lugar, en las tórridas tardes de verano o en las gélidas madrugadas de invierno, al abrigo de una juventud a flor de piel o de una madurez que aún necesita un rincón en el que poder refugiarse».

Y para más información…

Liga de chapas (y II): Tiempo de juego

El Retrovisor

… Y después de tantos prolegómenos, ya solo quedaba iniciar la emocionante competición; eso sí, una vez sorteados los equipos, establecido el calendario de partidos y minuciosamente dibujado con una tiza las líneas del campo, con sus áreas, sus zonas de portería y su círculo central, que siempre ocupaban buena parte de la acera de la calle en la que generalmente jugábamos a casi todo. Solo un breve inciso para decir que, en lo que a las portería respecta, lo normal era hacerlas con pequeñas cajas de cartón, aunque yo hasta me atreví a hacer una réplica de las mismas con unos cuantos trozos de madera pintados de rojo, y una red hecha con la malla que traían las bolsas de naranjas.

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Liga de chapas (I): Fase previa

El Retrovisor

Las películas de sesión doble, las meriendas de pan con aceite o una onza de chocolate, el balón de cuero algo ahuevado, los cromos, el pídola, la lima, la peonza… y alguna tarde de futbolín en los billares del barrio formaban parte de aquellos veranos de nuestras infancia que parecían no acabar nunca y de los que disfrutábamos sin un solo minuto de descanso.

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Última hora: «Del amor y otras locuras», pronto en libertad condicional

El Retrovisor

En pocos días, el Juzgado de Primera Instancia de la editorial Seleer ordenará la puesta en libertad condicional del poemario «Del amor y otras locuras»; o sea, a condición de que los potenciales lectores lo acojan con cariño entre sus manos. Para no dar lugar a engaños, «Del amor y otras locuras» es una selección de poemas «escritos en cualquier tiempo y lugar, en las tórridas tardes de verano o en las gélidas madrugadas de invierno, al abrigo de una juventud a flor de piel o de una madurez que aún necesita un rincón en el que poder refugiarse».

Seguiremos informando…

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Última hora: «Del amor y otras locuras», pronto en libertad condicional

En pocos días, el Juzgado de Primera Instancia de la editorial Seleer ordenará la puesta en libertad condicional del poemario «Del amor y otras locuras»; o sea, a condición de que los potenciales lectores lo acojan con cariño entre sus manos. Para no dar lugar a engaños, «Del amor y otras locuras» es una selección de poemas «escritos en cualquier tiempo y lugar, en las tórridas tardes de verano o en las gélidas madrugadas de invierno, al abrigo de una juventud a flor de piel o de una madurez que aún necesita un rincón en el que poder refugiarse».

Seguiremos informando…